Las máximas autoridades del gobierno han llamado a todas las fuerza políticas a condenar los hechos de violencia en la Araucanía y la consecuente muerte del matrimonio Luchsinger-Mac Kay. Un llamado razonable cuando se apela al sentido moral y cívico tanto del oficialismo como de la oposición, pero que puede tener una connotación compleja desde el punto de vista político.
En el discurso del gobierno la sanción no solo tiene una implicancia ética, su sentido último conlleva una especie de “cheque en blanco” para ejecutar toda la clase de medidas que permitan establecer autorías sobre el atentado de Vilcún y otros actos de violencia. Una decisión que puede terminar provocando nuevos abusos y una escalada de violencia en un ciclo interminable e irracional.
Cuando se atienden los problemas relacionados con la seguridad del Estado, la fuerza de éste solo es eficaz si hay un diagnóstico claro de la situación y un sentido en la aplicación de las políticas que equilibre y de salida a los conflictos. La ausencia de esta combinación de elementos es la que distancia hoy al gobierno y a la oposición, no así la condena sobre los atentados de todo tipo que afectan al país y en particular a la Araucanía.
En los anuncios del gobierno se ha puesto hincapié en dos ejes centrales: el reforzamiento de las tareas policiales y la necesidad de lograr resultados en la investigación de inteligencia. Esto último es particularmente grave.
El principal valor de la función de la inteligencia está precisamente en la capacidad de anticipación. Tal vez es exagerado suponer un grado de precisión tal que hubiese podido advertir cada uno de los hechos que implican violencia, pero sí era posible anticipar una mayor virulencia del conflicto atendiendo a sus ciclos pasados y a su localización geográfica, así como prever medidas de reforzamiento y su contención.
Un conflicto que ha sido acotado, cíclico y con organizaciones identificables no admite las fallas de inteligencia que se han evidenciado este último tiempo y en este punto hay una responsabilidad compartida de la Agencia Nacional de Inteligencia (ANI) y de las policías.
No sólo ha fallado aquí la anticipación, sino también la ausencia de un diagnóstico del conflicto que oriente la labor policial, un punto en que cabe especial responsabilidad a la ANI. No se puede construir un diseño político si el gobierno supone o adivina que enfrenta un “enemigo poderoso” y con ramificaciones internacionales sin contar con una identificación precisa de grupos, liderazgos, despliegue y capacidades. La especulación no es sinónimo de razón.
Un signo elocuente de la incerteza gubernamental es la apelación a un forzado intercambio de información de la ANI y los servicios militares, en el supuesto que estos últimos pudiesen contar con una poco definida e ignota “información residual”.
La Ley del Sistema de Inteligencia del Estado acota la función de las Fuerzas Armadas en este campo a “…la inteligencia y contrainteligencia necesaria para detectar, neutralizar y contrarrestar, dentro y fuera del país, las actividades que puedan afectar la Defensa Nacional”.
La tarea militar en inteligencia es de suyo difícil y especializada; tampoco es admisible que se fuerce a esos servicios a replicar funciones cuya responsabilidad está claramente establecida en la ley.
En consecuencia, el intercambio de información, que además es un asunto regulado y periódico de acuerdo a la ley, no puede ser exhibido ahora como una solución y una supuesta proactividad.
Más preocupante aún es que, tras la reunión del Comité de Inteligencia, un vespertino publique, sin citar fuentes, que la ANI está actualmente enfocada a organizar su despliegue en la zona del conflicto.