Hace dos días se entregaron los resultados de la PSU y como es tradición, el Presidente de la República se reunió con los egresados que obtuvieron los mejores puntajes, propietarios de un resultado que abre la puerta a las mejores universidades del país y a un aparente futuro de éxito y realización. Por supuesto, el orgullo de los jóvenes y sus padres es innegable, sobre todo para quienes provienen de colegios municipalizados y han sabido sobreponerse a un mundo de adversidades.
Felicitamos a nuestros mejores puntajes PSU, pero no dejamos de pensar en los cientos de miles que comienzan una larga travesía por la vida, desprovistos de las herramientas mínimas para navegar en un mundo de aguas turbulentas, competitivas e inmisericordes.
En otro escenario, hace un par de semanas, un titular de diario pasó casi desapercibido: “Casado, con postgrado y tarjeta bancaria: el perfil del chileno más feliz”. La última Encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional, Casen, incluyó por primera vez en su historia una pregunta sobre la felicidad. A raíz de ésta, un importante diario de circulación nacional junto a una casa de estudios, realizaron un desglose de la encuesta y concluyeron que el perfil de los chilenos más felices era casado, con postgrado y tarjeta de crédito.
Los resultados de la PSU y el perfil de la felicidad, podrían no tener un punto en común, pero en el fondo apuntan a lo mismo: una sociedad orientada al éxito, los resultados, al valor de las personas adosado a los números que representa, en vez de a quién realmente es. Una sociedad donde incluso el perfil de los más felices habla de bienes, de consumo y poder adquisitivo.
Creo que somos muchos los que nos negamos a ser parte de una sociedad donde la felicidad se transforma, finalmente, en un bien de consumo.
Una sociedad que se articula para que la felicidad de sus habitantes esté condicionada a posgrados- lo que implica haber pasado por un colegio que permita quedar seleccionado y tener los recursos económicos para pagarlo- entre otros bienes.
Creo que somos muchos los que nos negamos a aceptar que la única palanca de desarrollo social a escala humana sea el crédito, y no el trabajo bien remunerado o un conjunto de garantías que aseguren a todos y todas condiciones mínimas de vida que potencien el crecimiento y el desarrollo, de manera armónica, justa y sustentable.
Los resultados de la PSU y el perfil de felicidad hacen referencia al fundamento mismo de nuestra crisis: la desigualdad, una desigualdad que, entre otros, condena a la mayoría de los jóvenes en riesgo social a una educación de mala calidad, que perpetúa la brecha entre ricos y pobres, que mantiene a las mujeres con menos sueldo que los hombres, a igual función laboral.
Este 2013 será un año marcado por las próximas elecciones presidenciales y parlamentarias, estará cargado de mensajes políticos, de candidatos en las calles, de estrategias y marketing para poder seducir al cada vez más apático elector.
En la forma, todos serán bastante parecidos, pero en el fondo no da lo mismo por quién votar, no da lo mismo quién gobierne una comuna, quién ocupe un asiento en el Parlamento, quién llegue a La Moneda.
No da lo mismo elegir a gobernantes orientados al liberalismo, a las leyes del mercado, a una sociedad del éxito fácil y rápido, que personas que crean que el país se construye entre todos, donde los que más tienen colaboran con los que menos poseen, donde el Estado es un motor de desarrollo equitativo, igualitario, pero también proveedor.
Donde el centro de la actividad política es la persona –sin distinciones de ningún tipo- y donde el principal norte de las políticas públicas es la felicidad genuina de los ciudadanos y ciudadanas.
El desafío de las próximas elecciones será discernir entre liderazgos que orienten al país hacia un modelo más humano y aquellos que intentan perpetuar la desigualdad, el consumismo y la indiferencia.