En los días en que mi padre debió irse a la clandestinidad, en 1984, yo estudiaba guitarra clásica en el Conservatorio de la Universidad de Chile.Veníamos de meses de alegría por las protestas nacionales que se expresaron con fuerza por parte de pobladores, estudiantes y trabajadores desde diciembre de 1982 (mes en que regresamos a Chile desde Hungría) y todo 1983.
Mi viejo se desvivía organizando a los profes cesantes e intentaba aportar a la unidad de las izquierdas -tan dadas a la fragmentación infinita- hasta que logró junto a Manuel Almeyda, Fabiola Letelier y Jecar Neghme crear el Movimiento Demorático Popular (MDP). Toda esa intensidad activista se vio frenada y reprimida por la orden de captura en su contra firmada, por “orden del Presidente de la República”, por el entonces ministro del Interior, Sergio Onofre Jarpa. Por doquier buscaban a mi viejo para detenerlo y expulsarlo del país.
En 1984 se inició así un periplo por distintas casas y nosotros, con mi hermana América, solo lo podíamos ver en ocasiones muy acotadas, a la rápida, pues debía estar siempre en movimiento para que no lo tomaran. En definitiva, dejamos de verlo mucho.
Sabíamos de él por cartas que nos hacía llegar, que escribía desde sus escondites.Nosotros las leíamos, disfrutábamos su letra redonda, claridad reflexiva y sentimientos auténticos de padre dolido por no poder ver sus hijos, y luego debíamos quemarlas para que no quedara huella de que tenía contacto con nosotros, pues éramos regularmente visitados por la CNI que se dejaba caer a nuestro departamento en Villa Los Presidentes en Ñuñoa.
En ese contexto, intentaba concentrarme en lo que venía cultivando desde los 8 años en forma sistemática, y que sería a lo que me dedicaría en la vida: la guitarra clásica.
Asistí a las clases de teoría y armonía, y a las de instrumento principal, acompañado por amigos de la Jota que me protegían, por temor que me pudieran tomar para extorsionar a mi padre. Era muy difícil llevar una vida normal en esas circunstancias, todo apuntaba a perder el estribo, quedar dañado, lleno de un odio mudo contra este Chile intervenido por el fascismo. Esa rabia crecía en mí como un volcán interno que me intoxicaba, pues de pequeño aprendí a amar a la Humanidad, a sus creaciones, diversidad, a tener confianza y respeto por sus obras.
La represión era más intensa y ya nos volvíamos locos, entre querer ver a mi padre y él no poder juntarse con nosotros. Perdimos su ingreso, pues debió dejar de trabajar, y la pobreza cayó sobre nuestra familia. Salí a vender helados en la micro, para tener para fotocopias de la Facultad de Artes, y así poder ensayar en casas las partituras de los libros que ya no nos prestaban en biblioteca, pues nos retrasamos en el pago mensual. Mis amigos saldrían al Quisco de vacaciones y nosotros sin ni uno. Había que arreglárselas.
El mundo se tornaba oscuro, pesado, tan distinto al año 83, lleno de esperanza y colorido en las calles repletas de gente, los cacerolazos, las manifestaciones. Ahora había Estado de Sitio. Por momentos creí que no volvería a ver mi padre, cada vez sabía menos de él.
Mi profesor de guitarra, el maestro Ernesto Quezada, que se cuidaba -como la mayoría de Chile- de expresar sus opiniones políticas por miedo a los “sapos” que estaban infiltrados en todas partes, me regaló una invitación que le habían dado a él, para asistir a un Concierto que daría Claudio Arrau, que pasaba por Chile, en la Catedral en Plaza de Armas.
No sabía quién era Arrau, tampoco conocía la pieza musical que interpretaría.Estaba recién por cumplir los 14 años. Era invierno y fui, con la pesada guitarra en la mano (los estuches en esa época era de madera), y me colé lo más adelante que pude, quedando a muy pocos metros por el costado de donde se sentaría Arrau junto al piano. Y fue una de las experiencias más bellas e intensas que he tenido en mi vida.
Arrau, de muy avanzada edad, interpretó el Concierto Nº 5, “El Emperador”, para piano y orquesta, que Beethoven dedicó a Napoleón, cuando éste aún encarnaba los ideales de la Revolución Francesa y se pensaba que podía llevarla a Alemania y el resto de Europa. Bellísimo.Fue una hora de música pura, ver esos huesitos de los dedos de adulto mayor de Arrau correr por el teclado, con una suavidad o fuerza insospechadas.
Un regalo de un amigo, mi maestro de guitarra, que sólo se comunicaba conmigo a través de la música, pues vivía aterrorizado y casi no emitía palabra. Ese contacto me iluminó y sentí vigor y confianza en la belleza nuevamente. Que lo eterno no es del orden de lo humano, que éste mal momento pasaría, que volvería a ver a mi viejo y a disfrutar juntos las pichangas interrumpidas.Que superaríamos la pobreza, y mi madre tendría posibilidad de estar tranquila sin que perdiéramos los estudios. Que mi hermana crecería feliz. Que el país se recuperaría de la pesadilla asesina.
La música de Beethoven y la interpretación de Arrau, así como la amistad silente, pero musical, de mi profesor de guitarra que me había invitado al concierto de un compositor revolucionario, me trajeron de vuelta al goce de la vida. Esa música en la Catedral desató una conversación interna en mí en la que me sentí a salvo, tocado por complicidades delicadas, de una resistencia cívica que se ponía del lado del homenaje a nuestros propios esfuerzos, a nuestras revoluciones cotidianas, a quienes se ponían en juego aquellos días.
Gracias a la música de Beethoven y a la amistad, volví a creer.
*Ludwig van Beethoven nació el 16 de diciembre de 1770.