Las recientes elecciones municipales celebradas en Chile, que por primera vez pusieron a prueba un sistema de inscripción electoral automática con sufragio voluntario, aprobado por el Congreso en medio de una agitada crisis de representatividad, que se hizo manifiesta durante el 2011, produjeron un efecto nada sorprendente: concurrió a votar apenas un cuarenta por ciento de ciudadanos, que todavía piensa que la participación ciudadana es necesaria para el logro de las pretensiones sociales.
Y aunque el altísimo porcentaje de abstencionismo electoral, particularmente de los ciudadanos más jóvenes, es muy preocupante, no debemos olvidar que la alternativa de conservar el antiguo sistema de inscripción voluntaria con sufragio obligatorio era aún peor.
Es cierto que el antiguo sistema garantizaba una mayor concurrencia de electores a las urnas, no es menos cierto que se trataba del mismo electorado que se mantuvo prácticamente incólume desde el plebiscito de 1988. Situación que perpetuaba el duopolio político de la Concertación y la derecha, condicionado por el sistema binominal de elección parlamentaria heredado de la dictadura militar.
Sin embargo, una vez confirmados los resultados, las cuentas alegres de la oposición para la futura candidatura presidencial de Michelle Bachelet y el “mea culpa” del oficialismo por la desafortunada actitud demostrada durante el conflicto estudiantil por muchos de sus personeros, incluidos algunos alcaldes que fueron felizmente derrotados, han hecho que ambos bloques coincidan plenamente en la conveniencia del sufragio voluntario.
La clase política –ahora lo sabe mejor que nunca- goza de una mayor capacidad de movilización del electorado hasta el último día de campaña, y es de esperar que asuma un mayor compromiso de incentivo a la participación.
Pero como nada asegura que los actuales porcentajes de abstención y de participación serán revertidos en los futuros comicios, no faltan aquellos que en el debate público sugieren la posibilidad de reinstaurar un sistema de sufragio obligatorio, esta vez para toda la población adulta automáticamente inscrita.
Estos nuevos partidarios del voto obligatorio se basan en la vieja creencia según la cual el sufragio universal, antes que un derecho, es un “deber”, porque siendo la democracia una voluntad colectiva que involucra a toda la comunidad, que soberanamente decide darse sus propias normas de convivencia, no es legítimo que un porcentaje inferior de ciudadanos cuente con autorización para decidir por todos los demás.
Sin embargo, nada más inexacto que este argumento.
La nefasta experiencia de los totalitarismos, ideológicos y religiosos, las dictaduras militares y las tiranías mayoritarias, nos muestra que la democracia ya no puede concebirse únicamente como voluntad de las mayorías, sino que se erige –como bien nos recuerda Norberto Bobbio- en determinadas precondiciones que garanticen a los ciudadanos la posibilidad real de elegir a quienes gobiernan o adoptan las decisiones colectivas o de gobierno.
Tales precondiciones son las libertades públicas de pensamiento, expresión, reunión y asociación, principalmente, así como los derechos fundamentales de la persona humana, más conocidos como derechos humanos.
Se trata de libertades y derechos individuales sin los cuales la democracia pierde su justificación, desde el momento que –parafraseando a Bobbio- “la razón principal que nos permite defender la democracia como la mejor forma de gobierno o como la menos mala, se encuentra justamente en el presupuesto de que el individuo, como persona moral y racional, es el mejor juez de sus propios intereses”.
En este sentido, si el sufragio es una elección individual y ésta presupone la libertad, entendida como el derecho que todo individuo tiene de elegir sin interferencia de terceras personas (especialmente de la autoridad estatal), ¿acaso la instauración de un sistema de sufragio obligatorio para toda la población adulta no equivale a hacer exigible al Estado aquella vieja pretensión rousseauniana consistente en “el derecho de la sociedad de obligar a los hombres a ser libres”? Y por ende, ¿no constituiría un craso error conceptual a la luz de la justificación misma de la democracia?
Podemos estar de acuerdo que la democracia –siguiendo la terminología de Ronald Dworkin- puede tener una lectura comunitaria: que es el pueblo como tal quien toma las decisiones políticas en lugar de los ciudadanos individuales. Pero tal como previene este autor, no se trata de una acción colectiva comunitaria de tipo “monolítica”, sino “integrada”. Vale decir, que “insiste en la importancia de lo individual”, tal como acontece con las orquestas.
En una orquesta filarmónica, la interpretación de la sinfonía no depende del arbitrio de cada músico, sino de la voluntad de todos los músicos de tocar “como” orquesta. Pero esta voluntad (colectiva) depende del talento individual que cada integrante elige practicar libremente y que le permite participar o no participar, si así lo desea, en esa orquesta o en otra distinta. A menos que la totalidad del grupo musical estuviera constreñido a interpretar exclusivamente lo que dictamine la autoridad.
Pero como la democracia equivale, precisamente, a una orquesta no constreñida por la autoridad a interpretar tal o cual sinfonía, sino las piezas musicales que el grupo soberanamente escoja, la libertad individual de sus integrantes es lo más valioso, y por lo mismo no se los puede obligar, sino a lo sumo incentivar a participar libremente, con la invitación abierta a interpretar la sinfonía que mejor los represente.
De modo que si muchos de ellos se abstienen de participar, no les quedará más alternativa que asumir el costo de oír una sinfonía que no los representa. Tal es el precio de una asociación de individuos libres.
¿O acaso no ha sido el sistema de sufragio voluntario lo que le ha permitido a la sociedad norteamericana elegir y ahora reelegir a un presidente de color, algo que hace diez años atrás parecía imposible?
Por lo tanto, el sufragio voluntario no es sino una garantía institucional de la libertad política, que nos deja abierta la invitación a superar la dramática crisis de representatividad producida por la desafinada sinfonía que la dictadura militar nos impuso a través de la orquesta de una democracia incompleta, que todavía estamos a tiempo de cambiar por otra más pluralista y más participativa.