La celebración de fiestas patrias es desde hace tiempo la suma de unos feriados, unos tedeum, una parada militar y muchas ramadas. Es la llegada de la primavera y un momento de expansión. Muy bien. Pero no es un momento de reflexión, como también debiera ser.
Es probable que la causa sea que para las oligarquías dominantes (concepto que prefiero al de élites, demasiado ascéptico e impreciso, oligarquías que son como las brujas: de haberlas, las hay, y son económicas, políticas y mediáticas) no sea del todo bienvenido recordar que la independencia fue un proceso emancipador. Y que incluyó luchas insurreccionales, conflicto social y político, choque de intereses, retrocesos y nuevos impulsos, con un desenlace que marcó la ruptura con los privilegios del orden previamente existente. En suma, una revolución.
El 18 de septiembre de 1810 no es el día de la independencia: es el día de la declaración de lealtad a un rey español depuesto por Napoleón, realizada por una junta que declaró haber “prestado el juramento de usar fielmente su ministerio, defender al reino hasta con la última gota de su sangre, conservarlo al señor don Fernando Séptimo y reconocer al Supremo Consejo de Regencia”. Nada muy heroico, aunque fue un primer paso.
La independencia vino en realidad años después, en 1818, cuando maduró aquella aspiración firmada en la ciudad de Concepción, en enero de 1812, entre los plenipotenciarios de la Junta de Concepción y los representantes de la Junta de Gobierno de Santiago, en la llamada Convención de Concepción: “La autoridad suprema reside en el pueblo chileno”. Llegaba para quedarse, y para ser cuestionada desde entonces por las mentadas oligarquías, con frecuente éxito, la decisiva y noble idea de la soberanía popular. Frente a ella el rey Fernando VII, repuesto en el poder en diciembre de 1813, no quiso hacer concesiones, a pesar de la Constitución liberal de Cádiz elaborada en su ausencia. Esto provocó finalmente la pérdida de su imperio americano.
Pero es solo después de muchas vicisitudes, el 1 de enero de 1818, cuando Bernardo O’Higgins termina proclamando la independencia de Chile en Concepción, en el fragor del combate y frente a un nuevo desembarco de tropas españolas, cuyo texto es aprobado de forma definitiva, corregido y firmado por el Director Supremo, el 2 de febrero de 1818 en Talca.
Poco después se consolidaría la declaración en los hechos en la Batalla de Maipú, en la que bajo el mando de San Martín los patriotas derrotaron para siempre, el 5 de abril de 1818, al ejército realista. ¡Que poco se conoce y se asume lo allí expresado!: “La fuerza ha sido la razón suprema que por más de trescientos años ha mantenido al Nuevo Mundo en la necesidad de venerar como un dogma la usurpación de sus derechos y de buscar en ella misma el origen de sus más grandes deberes. Era preciso que algún día llegase el término de esta violenta sumisión”. Sostenía O’Higgins que el sentido de la declaración de independencia era “que entiendan las naciones que ya no existe la debilidad que nos ha mantenido en forzosa sumisión; que debe esperarse un manifiesto de la justicia que nos asiste para nuestra heroica resolución; que tenemos fuerzas bastantes para sostenerla con decoro; y que jamás nos sujetaremos a ninguna otra dominación”.
La independencia se hizo contra dogmas sostenidos por la fuerza y para no aceptar la sujeción a dominaciones por encima de la Nación y de la soberanía popular, según nuestros textos fundacionales. Se entiende así tal vez mejor por qué se habla tan poco de esta lección primigenia de la independencia nacional.
Y de otro hecho que no resulta casual: el acta original, con las correcciones de O’Higgins, quedó destruida el 11 de septiembre de 1973, cuando un valiente Presidente de Chile decidió no aceptar la renuncia que los militares alzados contra la democracia le exigían y optó por resistir el bombardeo destemplado del Palacio de La Moneda, que destruyó hasta el Acta de Independencia, aunque esto lo obligara luego a quitarse la vida, pues su título provenía del pueblo y no estaba dispuesto a que fuera mancillado por la fuerza de la brutalidad.
Así, las naciones se construyen con valores que constituyen su cimiento. En el caso de las naciones modernas y democráticas, con el valor de la soberanía popular como supremo origen del poder. Y con el ejemplo de resistencia y rebeldía de sus líderes frente a la injusticia manifiesta. No es entonces de extrañar que surja con vehemencia creciente, pues proviene del origen de la Nación y de sus momentos más significativos, la consideración de que la actual configuración constitucional no es aceptable.
Solo unos cuantos interesados en mantener sus privilegios y unos pocos necios pretenden negar que el actual orden constitucional carece de legitimidad de origen, a pesar de sus 31 procesos de enmienda, y de legitimidad de ejercicio suficiente, precisamente por no permitir la expresión de la soberanía popular.
Lo impide el sistema de elección del parlamento y los quorum que dan poder de veto a la minoría en desmedro de la voluntad mayoritaria en materias decisivas. Al día de hoy, disponemos de un régimen de libertades pero de poco más que de una democracia interdicta por una configuración de oligarquías económicas y políticas para lo que verdaderamente importa: los derechos civiles, políticos y sociales, el nivel y estructura de los tributos para financiarlos, las regulaciones económicas y ambientales.
Las oligarquías políticas se han consolidado e incluyen a las que representan directamente a las oligarquías económicas y a las que han sido cooptadas por estas últimas, con ayuda del sistema de financiamiento de las campañas por las empresas. Esta interdicción se origina en una transición que algunos tomaron como punto de llegada, mientras para la mayoría de los participantes en la gesta de octubre de 1988 era un mero punto de partida hacia un orden democrático y civilizado que gradualmente debía establecerse respetando los derechos de las minorías pero haciendo prevalecer la voluntad mayoritaria.
Esa fue la promesa de 1990 y no el gatopardismo -que todo cambie para que nada cambie- según puede leerse expresamente en el primer programa de la Concertación, que en todo caso ha tenido cumplimientos parciales de gran relevancia. Pero no en la promesa de establecer en Chile la soberanía popular.
Los “realismos” en esta materia que duran ya 22 años son a estas alturas insostenibles, pues en realidad se llaman renuncias. Estas no tienen apoyo en la sociedad y menos en las nuevas generaciones, que observan una radical distancia con el orden actual y su sociedad de mercado, por mucho que quieran convencernos de lo contrario quienes hicieron de necesidad virtud y se explayan con abundante eco en los medios, como si representaran algo más que sus personales reacomodos.
Se requiere un cambio de folio en la vida institucional del país, salvo que se quiera mantener el statu quo de desigualdad, marginación de las mayorías, crisis de representación y… creciente ingobernabilidad.
Renunciar por consideraciones subalternas de poder a dar curso a un nuevo proceso constituyente, y por algunos que no debieran en nombre de la gobernabilidad precisamente puesta en cuestión por la sobrevivencia de un orden institucional que bloquea la representación de una sociedad más plural y exigente, es a estas alturas propio de incivilizados y de miopes.
Prefieren provocar a la juventud activa del país y a vastos sectores medios y populares, que juntos constituyen la mayoría, y de paso aumentar la anomia y violencia social que nada bueno augura, antes que escuchar a un insigne conservador, Winston Churchill: “el principio central de la Civilización es la subordinación de la clase dirigente a las costumbres establecidas de la población y a su voluntad expresada en la Constitución”. Nunca mejor dicho.