La democracia implica, como requisito ineludible, disponer de ciertas garantías fundamentales. Además del elemental derecho a elegir a nuestras autoridades y ser elegido, con que todos la identificamos, este sistema de gobierno nos asegura a todos, entre otras, las libertades de pensamiento, de expresar opiniones, de asociarnos y reunirnos con otros ciudadanos que compartan nuestras ideas.
Masivamente, ello implica la posibilidad de manifestarnos, utilizando los espacios públicos y hacer llegar así esos planteamientos a los poderes del Estado para que sean atendidos.
Evidentemente, es necesario que el ejercicio de esos derechos se haga en forma pacífica, sin cometer delitos que afecten a otros. En caso que ello no ocurra y se vulneren derechos de terceros o se dañen bienes públicos o privados, los autores de estos hechos deben ser identificados, juzgados y sancionados, de acuerdo a la ley, por los tribunales.
Sin embargo, el actual Gobierno en lugar de aplicar la ley como corresponde y como ha ocurrido ya desde el retorno a la democracia en 1990, ha propuesto reemplazarla por una iniciativa que persigue fortalecer el resguardo del orden público, pero a costa de limitar gravemente los derechos fundamentales.
Tras fracasar en el diálogo y en la búsqueda de soluciones a la educación y a otras demandas sectoriales y locales, como los conflictos en la pesca o los generados en Freirina, Aysén y Magallanes, intenta sofocar el descontento con un proyecto claramente represivo, que atenta contra los fundamentos mismos de la democracia.
La llamada “Ley Hinzpeter” busca criminalizar la protesta social agravando las sanciones por desórdenes públicos, que ya no sólo se castigarían con multa, sino eventualmente con cárcel. Del mismo modo, se penalizarían las tomas y los hechos que entorpezcan el tránsito o el libre desplazamiento por las ciudades, como ocurre con cualquier marcha o manifestación no autorizada.
No nos equivoquemos ni nos dejemos engañar. No es que en Chile no haya leyes para sancionar los hechos de violencia. Las hay. Éstos están castigados en el Código Penal y en otras normas. Tampoco es que falten medios ni mecanismos para detener a los infractores. El Estado cuenta con servicios policiales, los que incluso muchas veces se exceden en sus atribuciones desatando golpizas inexcusables.
Desde esta perspectiva, el texto es sumamente cuestionable. Penalizar a los convocantes y asistentes a legítimas movilizaciones que demandan más derechos para evitar disturbios aislados resulta desproporcionado.
También es erróneo intentar crear una cortina de humo que hace parecer que en nuestro país no tenemos normas para castigar a los vándalos. Por último, no corresponde considerar los derechos de quienes se expresan como opuestos a los de quienes concurren a sus trabajos o simplemente transitan por las calles.
Quienes protestan, opinan, ejerciendo así el más elemental derecho en una democracia.
Quienes protestan están haciendo un uso del espacio público tan legítimo como el de las personas que transitan por sus calles. Si hay excesos, sus autores deben ser identificados, juzgados y sancionados de acuerdo a las leyes que ya tenemos, pero no podemos tratar de impedir estos actos eliminando la posibilidad de disentir y manifestarse.
Lo peor que puede ocurrir es que por enfatizar excesivamente en el orden se conculquen los derechos de petición, expresión y reunión.