En las últimas semanas se han producido algunos hechos en el Congreso Nacional que es necesario revisar, a la luz del funcionamiento de nuestras instituciones y la capacidad de estas para dar respuesta a las aspiraciones de los ciudadanos a los que están obligadas a responder.
El sistema electoral chileno y la manera en que funcionan las instituciones formales, consagrados en la constitución pinochetista hacen que la mayoría del país no se sienta representado en ellas. Solo que parece que nuestras autoridades, de todo tipo, parecen no darse cuenta del riesgo que significa la mantención de esa situación.
Solo en una semana, la Cámara de Diputados ha aprobado, exclusivamente por la vigencia del sistema binominal y la capacidad de cooptación, por razones siempre difíciles de explicar, tres iniciativas de alta controversia y de innegable daño para la mayoría del país.
Ley de Pesca, que entrega el recurso pesquero nacional a 7 familias millonarias, incluyendo los peces que están por nacer, con derechos indefinidos y heredables; un salario de hambre, de 193 mil pesos para los mas pobres y el rechazo por un artilugio que hace que los votos mayoritarios sean menos que la minoría, del Informe de una Comisión Investigadora que dijo lo que todo el país sabe y que la derecha niega por conveniencia mezquina: que la mayor parte del sistema de educación superior del país funciona sobre la base del lucro, prohibido en nuestra legislación.
En teoría, las instituciones funcionan sobre la base que ellas constituyen la manera en que la sociedad se ha puesto de acuerdo para solucionar sus controversias, de manera ordenada y pacífica y, por tanto, su legitimidad surge de este “acuerdo social de voluntades colectivas”
Ello es lo que parece definitivamente roto en nuestro esquema institucional.
Mas allá de cualquier consideración, resulta evidente que la mayoría del país no siente que, en el marco del funcionamiento de las instituciones del Estado, se resuelvan, de manera justa, sus demandas y aspiraciones.
Esto afecta a todas las instituciones y se expresa, con mayor fuerza, en la visión que se tiene del parlamento, tal vez por la idea cierta que es allí donde se debiera manifestar de mejor modo la opinión colectiva, a través de los que “parlamentan en representación de todos”
El tema de fondo es que ello no es posible de mantener en el largo plazo y, parece que los ciudadanos ya no están dispuestos a soportarlo.
La pregunta es, ¿qué viene después de la renuncia de los ciudadanos, a creer en las instituciones, frustrados por la falta de respuesta de ellas?
La respuesta es simple e histórica. Lo que queda a la orden del día es la calle.
Allí se expresan hoy los mapuches; los estudiantes, los habitantes de Freirina, Aysén o Calama; las minorías sexuales y los pescadores esquilmados; las nanas que demoran horas para llegar a sus lugares de trabajo y los trabajadores empobrecidos.
También los deudores del sistema financiero, que pagan tasas de usura o los clientes del retail, a los cuales los llevan a un negocio crediticio, donde lo útil es que “no paguen”, para cobrar intereses, multas y gastos de cobranza que superan, a veces cientos de veces el valor de lo adeudado.
Y entonces las instituciones ya no tienen respuesta y, aunque la calle tampoco, esa pasa a ser la nueva ágora de los desencantados.
¿Tiene efecto que la mayoría de los ciudadanos hayan perdido la fe en las instituciones? Sí, la tiene.
Cuando la economía crece a un ritmo más de tres veces superior a lo que disminuye la pobreza y el abuso parece ser el motor de ese crecimiento, ciudadanos desencantados pueden ser llevados a experiencias límites.
Así lo muestra la historia muchas veces. Y en todas ellas, los representantes de las instituciones formales parece n ser los últimos en darse cuenta.