El Presidente Allende no sólo enfrentó enemigos mortales, de adentro y fuera del país.También una oposición feroz de parte de otros actores políticos. Los primeros representaban a poderosos intereses, afectados por las principales medidas modernizadoras que su gobierno impulsó con singular resolución y eficacia: la nacionalización del cobre y la reforma agraria.
Los segundos, a sectores atemorizados o sobreexcitados, por el curso del proceso revolucionario, sólo en virtud del cual se lograron llevar a cabo con éxito dichas transformaciones, necesarias y en definitiva irreversibles.
Unos y otros no fueron lo mismo, pero los segundos aportaron lo suyo al dramático desenlace de aquella gesta.
Algunos de estos últimos han dado que hablar recientemente. El ex presidente Aylwin se refirió al ex presidente Allende en términos descomedidos. Sin dar explicaciones por su apoyo al golpe que acabó con su vida, lo culpó de haberlo provocado por ser un “mal político.” Generó ruido en las alianzas de su partido, que se vio forzado a tomar distancia de tamaño desatino.
Uno de sus ex ministros, aprovechó la ocasión para salir en la foto, sumando al agravio el insulto de considerar además al Presidente Mártir una figura penosa.
Mientras Aylwin dirigía al principal partido de centro, el apenado militaba entonces en un grupo ultra revolucionario, que rivalizaba con el primero en la estridencia de su oposición al gobierno de la Unidad Popular.
También sacó el habla por estos días un ex camarada suyo en aquellas andanzas. A diferencia del otro, este último no se ha “renovado “nada: sin un dejo de autocrítica respecto de su frenética oposición a Allende, sigue transmitiendo monsergas anarquistas y anticomunistas.Ahora insultó a Camila Vallejo, de un modo que resulta más grotesco proviniendo de quién posa de galardonado historiador y gurú.
A decir verdad, todo lo dicho por ellos no afectan para nada la figura de Allende.
No solo es el político más importante de la historia patria, sino el único chileno universal.Toda una generación alrededor del mundo, recuerda exactamente lo que hacía en el instante de su muerte; por eso mismo, Pinochet asumió instantáneamente como villano universal.
Su figura no se agota en su heroico sacrificio en La Moneda en llamas. Fue el político más destacado del medio siglo de progreso que transformó a Chile de arriba abajo y para siempre.
Discípulo de los ilustrados médicos que proporcionaron el ideario desarrollista a los militares que iniciaron la construcción del moderno Estado chileno en 1924; vicepresidente de la FECH durante las protestas que en 1931 abrieron paso a la continuación de esa obra por parte de una sucesión de gobiernos democráticos; fundador del Partido Socialista y el más joven ministro de Estado con Pedro Aguirre Cerda en 1938; parlamentario y Presidente del Senado que aprobó de modo unánime la ley del Servicio Nacional de Salud, en 1952, entre muchas otras leyes progresistas en que su participación fue decisiva; fundador del Frente de Acción Popular y la Unidad Popular, su gobierno coronó así medio siglo de brillante accionar político.
En tres años sus realizaciones fueron más relevantes que las de cualquier otro gobierno de la historia patria. Entre ellas destaca, por cierto, la proeza política de nacionalizar el cobre con el apoyo unánime de un parlamento dominado por sus opositores, en medio del más agudo conflicto. Nunca, ni antes ni después, se ha logrado generar un consenso político de mayor significación que ese.
Por lo mismo, su gobierno y la revolución que encabezó, no tenían porqué terminar de la manera que lo hicieron: derrotada a manos de sus enemigos mortales, con la consecuencia de una destrucción general que todavía el país no logra reparar.
El análisis de lo ocurrido constituye una de las cuestiones políticas no resueltas de mayor relevancia para Chile.
Las explicaciones que se han dado hasta el momento, si bien apuntan a aspectos verdaderos, parecen muy insuficientes. La intervención extranjera en el marco de la guerra fría ciertamente fue decisiva, especialmente para volver a los militares en contra de un proceso que ellos mismos habían iniciado medio siglo antes.
Sin embargo, todas las grandes revoluciones de los últimos dos siglos superaron agresiones externas muchísimo más agudas. Se culpa a su manejo económico, que si bien no fue muy católico, parece prudente y conservador al lado de los verdaderos desenfrenos en la materia de todas las revoluciones y para que decir, de las metidas de pata monumentales y catastróficas de los gobiernos neoliberales.
Se dice que faltó capacidad de generar acuerdos de mayoría, pero eso apunta más a la oposición de entonces que al propio gobierno y menos a Allende, que hizo todo lo posible al respecto y hasta el último.
Se culpa a la ultraizquierda, que si bien molestó bastante, fue muy marginal como siempre ocurre con estos grupos, aunque son inflados con alharaca por los verdaderos y conscientes promotores del caos contra revolucionario; si no hubiesen existido los hubiesen inventado, como hicieron en medida no menor.
El Presidente Allende fue un héroe trágico. Su grandeza estuvo hermanada con su error, como en las figuras clásicas. Sin embargo, este último parece bastante más complejo de lo que usualmente se le atribuye.
Condujo un movimiento revolucionario, que solo puede ser analizado en su propio mérito: un período en que por fuerzas que exceden a sus protagonistas, millones de personas asumen una amplia y persistente actividad política directa. Sólo eso permitió a su gobierno hacer tanto y con tanta profundidad, en tan corto tiempo.
Sin embargo, las revoluciones son estados de ánimo transitorios y en buena hora, puesto que si no resultarían agotadoras. A corto andar y cuando aprecian que han alcanzado sus objetivos fundamentales, quiénes las desatan, que son personas comunes y corrientes, se cansan de su inevitable turbulencia y anhelan el regreso del orden.
Imponerlo al término de un proceso revolucionario no es cosa fácil, ni simpática, ni grata, sino todo lo contrario. Como dijo uno de sus guardias más leales, que logró sobrevivir el combate de La Moneda: “Hacía rato que había que haber metido presa a mucha gente. El Doctor no tuvo corazón.” Allende no fue el único de sus partidarios que no tuvo corazón para ello.