Hace 37 años que murió el dictador español Francisco Franco, y sus partidarios se siguen reuniendo para rendirle homenaje en la Plaza de Oriente, en Madrid, cada 18 de julio, al cumplirse un nuevo aniversario del levantamiento contra la República en 1936.
Hace 59 años que murió el dictador ruso José Stalin, y su retrato todavía es levantado por sus admiradores cada 7 de noviembre en Moscú, para recordar el comienzo de la dictadura que duró más de 70 años en un país que ya no existe, la Unión Soviética.
En la calle Ahumada de Santiago, hace unos días, un piquete de militantes del grupúsculo PC (AP) repartía a los transeúntes la biografía de Kim Il Sung, el dictador norcoreano que gobernó con mano de hierro durante 46 años e inauguró una especie de “monarquía comunista” que se mantiene hasta hoy.
Está demostrado que los dictadores no desaparecen fácilmente y que, a pesar de haber cometido las peores barbaridades, no les faltan partidarios. Se confirma lo anterior con el acto de homenaje a Augusto Pinochet que organizaron algunos de sus incondicionales en el Teatro Caupolicán el domingo 10 de junio, con las consecuencias que hemos visto.
Parecía que su figura se había esfumado, pero no era así.
Es comprensible que el acto pinochetista haya provocado el repudio de amplios sectores.Las heridas que dejó la dictadura han demorado en cicatrizar. Pero más allá de las refriegas callejeras, lo que más debe importarnos es que no vuelva a surgir una tiranía en Chile, de ningún tipo, con ninguna excusa.
Quizás no debería sorprendernos que siga habiendo seguidores de Pinochet, y que estos no sean únicamente militares en retiro y sus familias. Aunque sea doloroso reconocerlo, la mayoría de los chilenos apoyó o aceptó el golpe de Estado en 1973, y no sacamos nada con desconocer ese dato estremecedor, que desajusta cualquier visión confortable de la historia.
Sería menos problemático sostener que hace 39 años se produjo un cuartelazo de un grupo de generales. Pero no fue así. Hubo una fuerte participación civil en los preparativos del asalto al poder y luego en las funciones de gobierno durante 16 años y medio. No sólo eso.
Hubo civiles que fueron más responsables que muchos militares de las violaciones de los derechos humanos: por ejemplo, el abogado Hugo Rosende, que fue ministro de Justicia.
La dictadura contó con un significativo apoyo civil. Esa es la verdad. Muchos abogados no sintieron inquietud alguna por la anulación del recurso de amparo como instrumento humanitario. Muchos hombres de negocios miraron hacia otro lado cuando se enteraron de las cárceles secretas y las hazañas de la DINA.
No está de más recordar que en el plebiscito de 1988, Pinochet obtuvo 44% de los votos.Nos consta que las fuerzas de derecha se alinearon junto a él para que se mantuviera en el poder por lo menos hasta 1998.
Pinochet carga con enormes culpas, pero no estuvo solo, no llegó de otro planeta, no gobernó del modo que lo hizo sin contar con aliados. Incluso no fue el cerebro del golpe.Está comprobado que fue el oportunista que se sumó a la hora undécima a la conspiración cívico-militar de 1973.
La tendencia a concentrar el mal en el tirano tiene la ventaja de las simplificaciones. Al señalarlo como el causante de todos los horrores, la sociedad se libera de la necesidad de examinar el encadenamiento de hechos que condujo al despotismo, la crueldad y el crimen. Si el dictador es la peste -se tiende a razonar-, basta con que él desaparezca para que la sociedad recupere la salud. Pero siempre hay responsabilidades colectivas que no se pueden eludir.
La tragedia de nuestro país no puede explicarse por la sorpresiva irrupción del hijo del diablo. Hubo terreno abonado para que apareciera. El cabecilla del golpe pudo no haber sido Pinochet, y quizás las circunstancias no habrían sido muy diferentes.
Fue tan devastadora la acción de la dictadura que no tenemos derecho a escabullir el bulto respecto de las circunstancias en que se produjo el debilitamiento extremo de una tradición democrática que parecía vigorosa en Chile.
Andrés Chadwick, ministro secretario general de gobierno, declaró el domingo 10 lo siguiente: “Me arrepiento de haber sido partidario de un gobierno que violó los derechos humanos”. Más vale tarde que nunca. Es una declaración que merece valorarse.
Aunque resulte chocante decirlo, tenemos que admitir que Pinochet fue “nuestra criatura”.Nació del vientre de una sociedad saturada por el miedo, la rabia y el odio.
Tenemos, por lo tanto, la responsabilidad de no haber impedido que alguien como él se tomara el poder para hacer lo que hizo. Digámoslo una vez más: la democracia no se defiende sola. Es indispensable que haya demócratas convencidos, que estén dispuestos a sostener sus fundamentos en todo momento, en cualquier circunstancia.
Tenemos que defender la cultura de la libertad, que es al fin y al cabo la base de una convivencia dentro de la cual podamos discrepar sin violencia. Ello supone rechazar sin ambigüedades cualquier forma de fanatismo y fortalecer permanentemente las instituciones democráticas que nos protegen a todos.