Cecilia Morel, esposa del presidente Piñera, sostuvo en El Mercurio (domingo 13 de mayo) que “un presidente es elegido para gobernar y no para caer bien”. Tiene razón. La primera exigencia es que cumpla eficientemente con la misión encomendada por los ciudadanos, que en el caso de Chile integra las funciones de jefe de Estado y jefe de gobierno.
El problema es que si un presidente no le cae bien a la mayoría de la población, sea ello justificado o no, su tarea se vuelve muy difícil.
Cuando un gobernante no cuenta con la confianza de la mayoría y su credibilidad se debilita, puede desarrollarse la tendencia a “no perdonarle nada”, al punto de que los prejuicios negativos se hacen casi incontrarrestables y determinar incluso que, aunque adopte decisiones acertadas, la predisposición en su contra impida valorarlas.
Al revés, puede ocurrir que un gobernante que le cae bien a la población cometa errores de bulto, pero se beneficie de una disposición indulgente de parte de la mayoría.
Injusticias de la vida, dirá alguien. Es posible. Y al respecto no sirven las explicaciones estereotipadas (algo así como que “el pueblo nunca se equivoca”). Sobran los ejemplos en la historia de que, en determinados momentos, la mayoría de la sociedad se ha dejado llevar por falsas impresiones y ha tomado un rumbo equivocado.
La política está cada día más asociada a las imágenes, los gestos y los mensajes. Las nuevas tecnologías de la información han creado las condiciones para que las personas sean sometidas cotidianamente a un bombardeo comunicativo, en el que suelen abundar los fragmentos dispersos, los fuegos artificiales y las modas del momento. Puede gustarnos o no, pero “la comunicación es poder”, y ese es un terreno en el que las trampas se han vuelto refinadas.
Las habilidades comunicativas, la elocuencia, la simpatía de los líderes han gravitado siempre en la actitud de los ciudadanos hacia ellos.
Eso es más intenso actualmente puesto que las llamadas redes sociales pueden crear una tormenta en pocos minutos, lo que no significa que ello represente la verdad revelada.
Al fin y al cabo, el tuiteo puede constituir solo burbujas, nada que no se disuelva en pocos instantes. No hay que engañarse: un político sobrio y quitado de bulla puede provocar más confianza que uno que se esfuerza por gobernar “on line”.
¿El carisma lo es todo? Sería lamentable que fuera así si entendemos por carisma la irradiación personal que consigue cautivar a las multitudes.
Ha habido dictadores carismáticos, que no por ello han sido menos megalómanos y crueles. Hay que tener cuidado, pues, de no exaltar excesivamente ciertos rasgos de temperamento de los políticos que son secundarios en comparación con las virtudes que importan: la rectitud moral, el compromiso democrático, el sentido nacional y, cómo no, la sapiencia política.
En el caso de los gobernantes, necesitamos que adopten las mejores decisiones posibles para proteger el interés colectivo, aunque no tengan dibujada una sonrisa todo el día.
Debemos estar en guardia respecto de las técnicas de embaucamiento a las que puede recurrir un gobernante por iniciativa propia o por consejo de sus asesores.
Una cosa es ganarse el aprecio de la gente con buenas armas, y otra muy distinta que use ciertas tretas demagógicas para conseguir aplausos fáciles. Un gobernante que está pendiente de “ser popular” a cualquier precio, actuará de un modo que, fatalmente, terminará subordinando el interés nacional a sus propias conveniencias.
Debemos celebrar que, desde que Chile recuperó la democracia, en 1990, ningún gobierno haya propiciado una reforma de la Constitución para que el presidente en ejercicio se quede en el cargo por más tiempo del fijado para su mandato, o para permitir su reelección indefinida, como ha ocurrido en otras naciones de la región.
Necesitamos fortalecer las instituciones y las prácticas democráticas, defender la decencia en la vida política, rechazar los abusos de poder, combatir cualquier foco de corrupción, en todo lo cual influyen decisivamente las convicciones con que actúe el gobernante.
La forma democrática de gobernar no puede descuidar la calidad de la comunicación entre el mandatario y el conjunto de la sociedad. Los gobernantes deben escuchar, dialogar, pero enseguida tienen el deber de establecer prioridades y hacer opciones, y por cierto con riesgo de equivocarse.
¿Necesitan preocuparse de su popularidad? Sería absurdo que no lo hicieran.¿Deben poner atención a las encuestas? No pueden ignorarlas. Pero son elegidos para marcar rumbos, no para seguir la corriente.
Es posible que un gobernante – y no nos referimos a ninguno en particular-, no sea particularmente simpático ni despierte grandes afectos.
Ello no es demasiado grave si actúa rectamente al servicio de la nación, si trasciende el espíritu partidista y cumple sus obligaciones con sentido de Estado.
Esto es lo que más importa, pues permite construir una democracia vigorosa, con instituciones sólidas, lo cual es la base del verdadero progreso. Y eso será valorado en su momento.