La revista Time declaró al “manifestante” como el personaje del año 2011. Los movimientos de la sociedad civil que, usando las redes sociales, rompieron los esquemas del poder establecido en Medio Oriente, Nueva York, Madrid o Santiago generaron una dinámica de entusiasta denuncia ciudadana a la que no tardaron en sumarse algunos de nuestros diputados.
Intentando olvidar que ellos son, precisamente, el poder establecido, buscaron el aplauso fácil y, de paso, perjudicar a sus enemigos denostando al Senado por un auto-gestionado aumento de asignaciones que, oh coincidencia, se produce ad portas de un año electoral.
No hay duda que la asignación adicional de dos millones de pesos por senador fue desprolija, inoportuna, poco transparente. Pero no fue eso lo que criticaron al unísono los indignados diputados –que, a todo esto, ya habían recibido un aumento en el presupuesto para asesorías legislativas—y una enardecida opinión pública que no tardó en pedir cabezas, acusar de ladrones y exigir que se vayan todos.
A la lamentable actitud de los denunciantes se sumó una igualmente triste reacción de opinión pública. Contra esa reacción, y más allá de las indudables falencias de muchos de nuestros políticos, propongo un esfuerzo por defender la actividad política. Para que ella responda al interés público no existe otra forma que financiarla entre todos, a través del estado.
Los senadores y diputados deben tener buenos y no malos sueldos; el Congreso debe solventar equipos técnicos que puedan elaborar y reformular leyes complejas, y no sólo timbrar las propuestas de los muy capaces y bien remunerados asesores del poder ejecutivo. Chile es uno de los países de más exacerbado presidencialismo, lo que impide al Congreso actuar como verdadero contrapeso institucional.
A los técnicos con frecuencia les sobran los políticos. Pero a los técnicos no los eligió nadie, ni se escandaliza la opinión pública por lo que paga Chile a equipos jurídicos europeos por defendernos en La Haya o diseñar la política económica.
Las decisiones más importantes que debe tomar un país son políticas: no existe una respuesta correcta, sino consensos sociales que van variando en el tiempo.
Nuestro consenso social al 2012 no está dispuesto a tolerar los niveles de desigualdad a los que Chile se había resignado en el pasado. Hoy la ciudadanía alza la voz para frenar abusos, exigir transparencia, demandar que se nivele la cancha.
Dotar con recursos públicos al Congreso y a los partidos políticos es, aunque impopular, imprescindible para avanzar en esa dirección. El nivel de opacidad que tenemos hoy en el financiamiento de la política es incompatible con la verdadera defensa del interés ciudadano.
Junto con crear conciencia sobre la necesidad de financiamiento público de la actividad política, hay que avanzar en medidas de transparencia: reformar la ley sobre financiamiento de campañas para que todos sepamos de dónde vienen las donaciones; generar un mejor sistema de declaración de intereses de nuestras autoridades; crear mecanismos expeditos para que la gente sepa cómo votan sus legisladores; crear sistemas efectivos de auditoría pública y externa al gasto parlamentario, que realmente fiscalicen e impida usar palos blancos o tergiversar las declaraciones.
Pero todo esto no sirve de nada si los mismos ciudadanos empeñados en castigar a los senadores y, por extensión, a toda la clase política no entienden que la función de un legislador es legislar y no resolver los problemas de la comunidad ni mucho menos pagar las cuentas de los electores.
Los incentivos están hoy mal puestos. El legislador quiere ser reelecto, pero en nuestra sociedad eso no se logra haciendo buenas leyes sino inventando triquiñuelas para burlar el sistema.
Si los legisladores usan mal sus asignaciones no es para “subirse el sueldo” sino para financiar campañas y comprar votos. Enfrentar este problema estructural requiere una buena dosis de voluntad política pero también de educación cívica.
Tal vez parezca más barato cerrar, simplemente, el Congreso y ahorrarles a todos los chilenos el pago de la dieta parlamentaria. Pero como demostraron las dictaduras latinoamericanas de los 80, algunas veces lo barato puede costar muy caro.