Las manifestaciones de las últimas semanas en Aysén han vuelto a poner en el debate público el siempre postergado tema de la descentralización, tal como ocurrió el año pasado cuando se levantó Magallanes, o en otros momentos cuando ha habido protestas en Isla de Pascua o algún otro territorio extremo del país.
Se dice que este será el año de las regiones, que luego de Aysén viene Calama y tantas otras. Ojalá así sea y que las opiniones que leemos estos días en la prensa y las redes sociales no terminen con el fin de un movimiento particular.
Aunque la falta de voluntad política para avanzar en materia de descentralización ha sido una constante de nuestra historia republicana, centralista y portaliana, hay algunas señales auspiciosas en este nuevo movimiento, que por primera vez han puesto expresamente sobre la mesa la constatación de la desigualdad territorial, reivindicando la necesidad de tomar sus propias decisiones.
Lástima que así no lo entienda el gobierno, que no sólo vuelve a mostrarnos su escasa voluntad para dialogar con los movimientos sociales, sino que además intenta desactivar el conflicto por la vía de soluciones específicas a problemas puntuales.
Mientras Aysén y el país hablan de descentralización, el gobierno habla de subsidios y paquetes de medidas de corto plazo, no de reformas estructurales.
Insistamos entonces, en hablar de descentralización. Pero hagámoslo en serio, sin seguir esquivando el debate sobre la reforma fundamental para asegurar la gobernabilidad de un territorio tan diverso y desigual como el chileno: la elección democrática de las autoridades regionales.
Necesitamos incrementar los recursos de decisión regional, es cierto; necesitamos también traspasar más atribuciones a los gobiernos regionales, sin duda.
Así lo han entendido los últimos gobiernos con la promulgación a comienzos de 2010 de una reforma constitucional para el traspaso de competencias a los gobiernos regionales, y el envío al congreso en dos oportunidades sucesivas –una durante el anterior gobierno y una en el actual- de un proyecto de ley que modifica la Ley Orgánica Constitucional sobre Gobierno y Administración Regional en dicha dirección. Pero nos negamos a discutir e incorporar en dichos proyectos lo fundamental.
La descentralización es siempre una cuestión de poder, por lo que es, en consecuencia, una cuestión política. El modelo de institucionalidad pública regional actualmente vigente en el país radica en una misma figura –el Intendente Regional- las funciones de gobierno interior del Estado relativas a defensa y seguridad, orden público, control migratorio, prevención y atención de emergencias naturales y sociales; con las de gobierno regional relativas al desarrollo económico, social y cultural de la región.
En un Estado Unitario como el chileno el primer conjunto de funciones no parece ser delegable a una autoridad electa, pues se trata de funciones delegadas del Presidente de la República, respecto de las cuales el intendente actúa como representante del Presidente en el territorio regional.
Pero distinto es el caso de las funciones de gobierno regional, que en todo Estado descentralizado son ejercidas por una autoridad democráticamente electa. La solución a este dilema radica en separar ambos roles en dos figuras distintas: un intendente designado, representante del Presidente de la República y un presidente del Gobierno Regional electo, representante de la ciudadanía.
Las estructuras de gobierno descentralizadas sólo operan adecuadamente cuando tienen lugar procesos endógenos de desarrollo, liderados y conducidos por los actores regionales, en función de sus prioridades y proyectos de desarrollo y en respuesta a su propia identidad y proyección.
El proceso de elección de autoridades regionales debiera potenciar energías locales por formular propuestas endógenas y diferenciadas unas de otras; fortalecer las dinámicas regionales para la selección de los candidatos y con ello, presionar a los partidos políticos por tener mayor representación regional; contribuir al surgimiento de nuevos liderazgos locales; e incrementar el compromiso de los ciudadanos para con sus autoridades y las políticas públicas que ellos implementan.
Y dicho sea de paso, aumentaría también la legitimidad de dichas autoridades, con lo que por fin serían reconocidas como interlocutores válidos a la hora de negociar sobre proyectos de desarrollo territorial.
Autoridades regionales y ciudadanos podrían sentarse a un mismo lado de la mesa a negociar con el gobierno central por más recursos y atribuciones.