El Presidente de la República hizo un solemne llamado a buscar acuerdos entre los partidos políticos para poder realizar las reformas políticas que el desarrollo de Chile requiere y la mayoría nacional reclama.
Cuando se produjo el acuerdo entre la Democracia Cristiana y Renovación Nacional, el discurso de la Moneda cambió dramáticamente.
Ahora se dice que primero debe haber un arreglo entre los partidos de gobierno y luego con la oposición.Apenas se oculta que el problema es que el Presidente no quiere enfrentar al principal partido de gobierno.
La paradoja es que así el Presidente de la República actúa más como un jefe de gobierno parlamentario, velando por la solidez de su coalición de gobierno, que como Jefe de Estado de un tipo de gobierno presidencial que se debe no sólo a quienes lo eligieron, sino que también a todo el país.
Grave incoherencia que encadena al Presidente con un candado cuya llave tiene el único partido que, a estas alturas, defiende el sistema electoral binominal.
Renunciar a ejercer un rol suprapartidista, especialmente en tiempos de división nacional acendrada, no es una noticia que deba alegrar a los chilenos en este caluroso verano de un año que se anuncia tórrido.
Anotemos que Chile no está dividido por dos mitades iguales. Pues existe una mayoría que pide reformas socio-económicas y políticas de envergadura y una clara minoría que las reprime asilada en una institucionalidad que las impide.
La parálisis decisoria se produce porque nuestro Congreso Nacional ha sido generado por un sistema electoral inicuo y requiere de altísimos quórums para aprobar reformas constitucionales y legales de envergadura. Además, la mayoría que eligió al Presidente de la República es minoría en el Senado y en la Cámara de Diputados sólo gobierna en virtud de un frágil pacto.
Constatemos que esto no sería necesariamente negativo si lo que tememos es una tiranía de la mayoría y una presidencia imperial que al contar con mayoría en el Congreso aplasta a la oposición. Pues en las formas presidenciales de gobierno “el presidente y el congreso son instituciones separadas que comparten el poder”. Pero al contar con un “gobierno dividido” la clave reside justamente en el resorte principal de la máquina: la calidad del liderazgo presidencial.
Este debe jugar todo su poder y prestigio para alcanzar un acuerdo que garantice que los gobiernistas y la oposición reconozcan efectivamente que su democracia es el gobierno de la mayoría con respeto de los derechos de la minoría.
Por cierto, el Presidente tiene alternativas cuando no quiere negociar y opta por intentar quebrar la oposición que le niega sus propósitos. Dos vías surgen para romper la mayoría parlamentaria opositora: la clientelar y la retórica.
La primera consiste en que el presidente y sus ministros, con gran paciencia y habilidad, se dedican a sacar adelante sus proyectos intercambiando recursos públicos a cambio de algunos votos de los parlamentarios opositores menos hostiles o más débiles. Esto lo ha hecho este gobierno con resultados ambiguos. Pero debido a las mayorías que requieren las reformas políticas y económicas que se reclaman, este es un camino incierto y de corto trecho.
El segundo camino es el retórico al que recurre un Presidente que, justamente por haber sido elegido directamente por la mayoría de los ciudadanos y gozar de la más alta magistratura, llama directamente a la nación para superar a los opositores que lo obstruyen. Hay veces que desde lo alto del poder el Presidente amenaza y presiona; invoca a la unidad nacional y condena a los opositores de antipatriotas y no duda en usar la policía y ejército que controla.
Este es un presidencialismo imperial que puede llevar a graves polarizaciones políticas de dudoso resultado para el Presidente y garantizado desastre para la democracia. Por cierto el actual Presidente de Chile no goza de la popularidad que esta vía supone.
Hay veces que el Presidente debe abrirse a una tercera posibilidad: un cierto ejercicio carismático o suprapartidista del poder. Aquí el Presidente entiende que la unidad nacional exige renunciar a ciertos postulados o políticas. En caso de crisis económicas, sociales o militares surge con fuerza este papel. El Presidente de la República es Jefe de Estado y debe arbitrar las diferencias entre bandos hostilmente encontrados que amenazan la paz y salud públicas.
Pedro Aguirre Cerda se enfrentó a su partido hasta lo insoportable, si hemos de dar crédito a su viuda.
Jorge Alessandri buscó el acuerdo con el Partido Radical y estabilizó su gobierno.
Eduardo Frei M. reclamó a su partido lealtad.
Salvador Allende no quiso quebrar su coalición para no ser recordado como un nuevo Gabriel González Videla.
Muchas veces los Presidentes bajo los gobiernos de la Concertación debieron apoyar a algunos de sus partidos en contra de los otros ejerciendo este papel suprapartidista.
Patricio Aylwin y Eduardo Frei sabían de los deberes en materia de derechos humanos que especialmente le imponía el PS.
Ricardo Lagos y Michelle Bachelet sabían que los elementos más laicistas de su pensamiento, que alentaban sobre todo el PPD y el PRSD, debían moderarse ante el falangismo socialcristiano. Pero cuando así actuaban se enfrentaban a sus más directos apoyos en sus respectivas coaliciones. Y, en ciertos casos, como al construirse el Penal de Punta Peuco, o impulsar el Plan Auge, los Presidentes se enfrentaron a parte de su coalición.
Llama la atención que se monte tanta algarabía en contra del acuerdo entre la DC y RN en orden a establecer un régimen semi-presidencial. Se dice que eso debilitaría al Presidente de la República.
Sin embargo alegan justamente quienes presionan, por los diarios, al actual Presidente de la República reclamando que ellos lo eligieron y que sin su apoyo el Jefe de Estado nada sustantivo puede hacer. Tiene derecho a hacerlo, sin duda. Pero más dudosa es la actuación si consideramos que ella debilita en los hechos al presidencialismo que se defiende con las palabras.