Cotidianamente tenemos motivos de indignación.
Pertenecemos a ese inmenso grupo de chilenos que es víctima de un sistema económico y político que mantiene grandes desigualdades entre unos pocos privilegiados y las grandes mayorías.
Hoy la furia es por la información del Sernac que da cuenta de una diferencia de hasta 2.000% en los exámenes médicos.
Un ejemplo más de la codicia y también de la segregación social por precio- así no cualquiera va a cualquier clínica, no vaya a ser que allí se encuentren con gente que no es como ellos.
Ayer fue por La Polar, los bancos, las mineras, que se apropian del agua e infectan los ríos, las Isapres, que siempre te obligan a poner más plata por cualquier prestación y te cambian el plan…
También por las AFP, que cobran igual aunque pierdan tu dinero, las universidades privadas, las inmobiliarias, los caminos concesionados, las eléctricas, que reciben embalses como Rapel de yapa y no les importa lo que pasa con los vecinos.
En fin, todas propiedad del capital internacional y de compatriotas ligados a ellos y en manos de ejecutivos vinculados a las mismas familias que gracias a sus influencias lograron acomodar las leyes y el sistema político de manera de acrecentar sus riquezas.
Chile está enfermo de avaricia y mucha gente piensa que la riqueza de algunos es el producto mal habido de la venta de las empresas del Estado, de las leyes que los favorecieron, de las prácticas monopólicas, del capitalismo familiar y de un sistema político amordazado.
Las diferencias de ingreso y fortuna desde todo punto de vista parecen éticamente inaceptables, sobre todo teniendo en cuenta la fragilidad del empleo y la forma como se usan los recursos del Estado, que en vez de dedicarse de lleno a satisfacer el bien común, actúa como si la educación, la salud, la vivienda y la seguridad social fueran bienes de consumo.
En Chile somos más los que queremos mayor integración social, disminución de la brecha entre ricos y pobres, y un sistema político democrático de verdad donde todas las corrientes políticas puedan estar representadas con libertad.
Sabemos que las desigualdades existentes en la población no son el resultado de los méritos sino de una estructura social que tiende a mantener, en general, la situación de acuerdo a la familia de pertenencia, perpetuando así la riqueza en unos pocos y sobre todo la pobreza en un gran grupo.
Hay una gran tarea de futuro que nos debe convocar: cambiar este estado de cosas.
Ya en los sesenta lo hicieron quienes sentaron las bases de un nuevo orden político y social que chilenizó el cobre – lo que permitió aumentar el producto geográfico bruto y lograr un superávit en la balanza de pagos- riqueza que posteriormente se nacionalizó; realizó la reforma agraria, dignificando al campesino; creó el Ministerio de la Vivienda, desarrollando un programa para surtir de moradas definitivas a las familias de ingresos medios y bajos; se disminuyó el analfabetismo, además de crearse las guarderías, reformarse la educación escolar, edificándose escuelas nuevas y duplicándose el programa de asistencia para los alumnos de escasos recursos.
Luego, al comienzo de los setenta, siguiendo el modelo socialista imperante, se estatizaron las áreas claves de la economía y se aceleró la reforma agraria.
También se congelaron los precios de las mercancías y se aumentaron los salarios de todos los trabajadores.
Fueron dos respuestas ideológicamente distintas para solucionar un mismo problema social. La pobreza extrema llegaba a un 20% de la población nacional.
Pero vino la dictadura y el modelo autoritario de gobierno permitió hacer un cambio radical de orientación del papel del Estado de un rol productor y estatizador, a uno de tipo subsidiario, inspirado en las doctrinas económicas neoliberales.
Los sectores empresariales dominaron completamente el escenario económico y social.
La clase media se pauperizó y la precariedad e inestabilidad laboral de los sectores asalariados fue la tónica.
Hubo un agravamiento de la extrema pobreza entre 1970 y 1987: del 20% de 1970 se pasó a 44,4% de la población.
Quienes no logran satisfacer las necesidades nutricionales con todos sus ingresos llegó al 16.8% de la población, un incremento de siete puntos porcentuales con respecto a las cifras de 1970.
Para el futuro no necesitamos políticas trasnochadas en que todo esté en manos del Estado. Pero sí que éste vele por el bien común.
Que los poderes políticos sean capaces de limitar al capitalismo salvaje que en un país tan pequeño como Chile no puede tener éxito y que los privilegiados de siempre encuentren límite a su codicia desenfrenada.
Que el Estado defienda a sus ciudadanos y que los políticos más allá de sus legítimas ideologías, se hagan cargo de la realidad de las grandes mayorías.
Es ridículo que una familia con dos hijos estudiando que tenga ingresos de menos de un millón de pesos sea considerada rica para los beneficios sociales.
Es inaceptable que un caballero bien relacionado se apropie del agua de todos los chilenos, que los recursos naturales sean el botín de las transnacionales y que el ingreso per cápita del país sea de más de 16 mil dólares, mientras la gran mayoría recibe menos de mil.
La indignación tiene motivos que la justifican. Allí está el germen de futuras convulsiones sociales.
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