Las últimas encuestas de opinión nos dicen que los chilenos nos sentimos cada día menos representados por la clase política.
Ni el gobierno ni la oposición, ni los partidos de la Alianza, ni los de la Concertación, logran generar adhesión en la ciudadanía.
Tendemos a dar dos interpretaciones complementarias a estos datos: como una señal de rechazo generalizado a la clase política y en particular a los partidos políticos, que no representan, no convocan, no interesan y como manifestación de la creciente distancia entre la actividad política y la ciudadanía.
Como si ambas interpretaciones fueran lo mismo o parte de un mismo fenómeno. Como si en ambos casos el corolario fuera que los chilenos estamos hartos de la política.
Me pregunto, ¿qué menos hartos de la política que miles de jóvenes reivindicando el derecho a la educación pública; que cerca de un 80% de la población adhiriendo a esta causa; que grupos importantes de mujeres influyendo sobre el debate acerca del postnatal; que usuarios del sistema público de transporte bloqueando espontáneamente las calles para reclamar por la calidad del servicio; o que ciudadanos expresando su indignación con las ganancias de las Isapres y la rentabilidad de sus fondos de pensiones?
La creciente distancia entre la ciudadanía y la actividad política no es tal. La desafección es con nuestra clase política y con una forma elitista y cerrada de hacer las cosas, no con la política.
Siempre me ha llamado la atención esa comprensión casi generalizada de la política únicamente como la actividad de los partidos, los cupos, los votos, los cargos y –con algo de suerte- los proyectos.
En el escenario actual esta comprensión me parece particularmente estrecha: los políticos y el gobierno a un lado, “haciendo política”, y las múltiples manifestaciones ciudadanas en otro, “¿hartos de la política?”
No hay nada más político que la preocupación por lo público que hoy expresa la ciudadanía, ni mejor manera de construir proyectos colectivos que a partir de las demandas, propuestas y reivindicaciones ciudadanas.
Por eso me resulta particularmente absurdo cuando, por ejemplo, se acusa la politización del movimiento estudiantil, como si fuera posible levantar alternativas de política pública desde un lugar distinto de la política.
O cuando se hace pasar la discusión del presupuesto o de un eventual proyecto de reforma tributaria por discusiones técnicas, como si en su contenido no se jugara buena parte del proyecto de sociedad que hoy los ciudadanos se empeñan en contribuir a construir.
Escribo estas reflexiones especialmente motivada por los comentarios a mi columna anterior, donde me preguntaba por las causas del despertar ciudadano.
Varios de ellos aludían al descrédito de la política, “viejos mañosos”, “traición”, “falta de lucidez”.
Yo buscaba poner el foco en los ciudadanos, pero el debate siempre nos devuelve a los políticos y nos muestra que de lo que estamos hartos es de una forma particular de (hacer) política.
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