El domingo 25 de septiembre fue el día de las explicaciones que nada explican. Falló una subestación de transmisión en Ancoa, Linares, que entró en servicio hace menos de una década y demandó una inversión de 125 millones de dólares.
¿Por qué? Nadie sabe.
Falló el software computacional que usa el Centro de Despacho de Carga del Sistema Interconectado Central y las empresas que forman parte del mismo. “Nunca antes había pasado”, dicen.
Esta segunda falla afectó el tiempo de reposición de la energía, que demoró mucho más tiempo. ¿Por qué falló? Nadie sabe, nadie lo explica.
El pasmo ante un hecho inédito nunca ha sido explicación de nada. Falló el sistema de mensajería de texto que el gobierno había puesto en marcha para no quedar a ciegas frente a algún hecho catastrófico.
¿Por qué no funcionó? Hasta ahora no hay explicación alguna. Se constata y se reconoce la falla, y nada más.
Colapsó otra vez el sistema de telefonía celular, tal como ocurrió en las angustiosas horas posteriores al terremoto del 27 de febrero del año pasado, pero ante esto nadie siquiera intenta una explicación circular como las anteriores, del estilo «falló porque falló».
Falló el sistema de transporte público en el gran Santiago; el metro dejó de funcionar y cerró las estaciones, el transporte de superficie disminuyó su operación y dejó de recoger pasajeros en largos tramos de sus recorridos.
Gente a pie, asustada, caminando presurosa por calles oscuras como boca de lobo: ese fue el panorama de un sábado en la noche en la capital del país más próspero de América Latina, que se enorgullece de su pertenencia a la OCDE y se precia de lucir tan buenos números.
¿Hubo alguna explicación? No escuchamos ninguna distinta de «el transporte público colapsó por el apagón», lo que quiere decir que no hay ningún diseño previsto para responder a emergencias como un apagón.
No se trata, entonces, sólo de la fragilidad del SIC y de las eventuales compensaciones que las empresas eléctricas pagarán a los consumidores.
Se trata de un problema mayor, de una fragilidad institucional y política que no logra responder con credibilidad, confianza y eficiencia a las emergencias. No deberían ocurrir este tipo de cortes.
No puede ser que el sistema de transmisión eléctrica baile sobre el filo de la navaja por la falta de inversiones que lo hagan realmente seguro para la población. Que ello ocurra es prueba de la fragilidad de las instituciones del Estado que deben velar por la calidad de vida de todos.
No puede ser que, ante una emergencia de este calibre, la respuesta institucional sea cerrar el metro y limitarse a mirar el paso de la gente angustiada por las calles. No puede ser que la última institución en entregar información útil sea la Onemi.
¿Qué pasa en Chile? ¿Dónde está ya no la excelencia, sino el simple hecho de responder con claridad y rapidez a las emergencias?
¿Dónde está la real preocupación por los problemas de la gente?
¿Por qué cada tan poco tiempo nos vemos obligados a recordar, una vez más, el tremendo espacio que media entre la belleza de las estadísticas que enorgullecen a los economistas y la pesada realidad de abandono, maltrato y desidia que afecta a millones y millones de chilenos?
Específicamente, el “apagón” del día sábado es culpa de un sistema centralizado, monopólico y altamente vulnerable a catástrofes que falla frente a pequeñas contingencias y puede poner en riesgo la seguridad del país. No hay país que tenga un sistema donde más de 10 millones de personas dependan de sólo una empresa, un claro y patente ejemplo de monopolio.
La política energética chilena debiera permitir la entrada al sistema de otros actores, que proporcione un sistema más seguro y eficiente. Pequeños poblados podrían abastecerse de centrales de 5 a 10 megawats aumentando significativamente la seguridad del sistema, haciéndolo más competitivo y menos riesgoso.
Una política energética pensada en el bien país y no en los intereses económicos, permitiría la entrada de energías renovables, tales como termo solares y fotovoltaicas, que año a año han ido disminuyendo sus costos y que en una proyección a cinco años, serán económicamente más rentables.
Al mismo tiempo, hay que modificar el sistema de respaldo de carga que es anacrónico y sólo favorece el sistema de monopolios.
Chile no sólo merece respuestas ante lo sucedido el día sábado, también requiere con urgencia una política energética que esté pensada en el país y no en la rentabilidad a corto plazo de actores monopólicos.