Aunque Chile enfrenta un cambio social intenso, que contiene grandes incertidumbres en cuanto a su desarrollo y desenlace, considero que no existe propiamente una crisis del “modelo”, como algunos analistas y lectores de este sitio Web tienden a calificar tal situación.
En mi opinión, más bien se trataría de una crisis provocada en gran medida por los abusos innumerables a que hemos sido sometidos los chilenos, las ineficiencias de la fiscalización de los entes estatales, y la inhabilidad de la política, los políticos y los partidos políticos para reconocer, procesar y resolver las numerosas y legítimas demandas que han emergido desde una ciudadanía cada vez menos apática, más organizada y movilizada –redes sociales mediante.
Conviene agregar, por otra parte, que la gran mayoría de los economistas a cargo del modelo económico vigente en Chile –y en buena medida en el mundo hoy- ha sostenido por años una creencia cuasi dogmático-religiosa en el crecimiento económico como la madre de todas las batallas, la llave maestra del desarrollo.
Sin embargo, como muchos de ellos ya reconocen y como la gran mayoría de los analistas sociales plantean, no basta con el crecimiento de la riqueza si ella está concentrada.
Hay que plantear también el tema de su distribución, especialmente el de la distribución del ingreso, materia en la cual Chile arrastra un problema de larga data.
La injusta, tremendamente desigual distribución del ingreso en Chile, es ya un problema tan evidente que no admite prácticamente lecturas distintas. Las voces de izquierda, centro e incluso de derecha que se escuchan al respecto son fuertes y claras: tal desigualdad no es en modo alguno aceptable.
Expresado todo lo anterior, ¿puede concluirse que, como consecuencia de la situación descrita, se ha producido también una crisis de legitimidad política, específicamente del régimen político democrático?
En mi opinión, los datos indican que existe un deterioro severo de la política, los políticos, los partidos políticos y las instituciones políticas como el Congreso Nacional, pero no necesariamente una crisis de legitimidad del régimen político democrático.
En efecto, el aludido rechazo y/o no aceptación mayoritaria, que sin duda es amplio, intenso y persistente, a mi juicio no ha llegado hasta el punto de deslegitimar el régimen político actual que, con todas sus imperfecciones, configura una democracia política.
No cabe duda también que los sentimientos críticos a la democracia son intensos. Se expresan, por ejemplo, en que se la moteja de no ser una “verdadera democracia” o que se trata de una “así llamada democracia”, o que “no es una democracia real”, o se la escribe peyorativamente entre comillas.
Con todo, pareciera que las críticas, en general, son menos ácidas e inconducentes que las indicadas y no están dirigidas a demoler la democracia para luego construir un régimen político de “democracia verdadera” (que los críticos más acervos no explicitan, por lo demás).
Se trataría más bien de introducir cambios políticos que mantengan el régimen político democrático imperfecto que tenemos y lo perfeccionen, sustantivamente.
Ello, mediante reformas constitucionales; mejoras en los mecanismos de participación política -especialmente aquellos denominados y propios de una democracia directa- pero sin ignorar, menospreciar o destruir la democracia representativa; cambios al sistema electoral -especialmente al binominal; reformas al aparato del Estado, especialmente de sus entes de fiscalización; cambios a la estructura y sistema de partidos políticos; entre otros.
Concluyo esta saga de columnas de opinión política: los chilenos hemos optado y seguimos optando, y ojala persistamos, por una senda que conduzca a perfeccionar el régimen político democrático, no una que lo debilite o destruya.