“Los estudiantes siempre tienen la razón”, dijo el músico Álvaro Henríquez luego de participar en el acto de apoyo al movimiento estudiantil que se efectuó en el Parque O’Higgins el 21 de agosto.
¿Siempre tienen la razón?
¿Y por qué tendría que ser así?
Una cosa es simpatizar con su causa, y otra distinta es caer hechizados ante ellos. Quienes tenemos hijos estudiantes, sabemos que no pocas veces tenemos que decir que no.
Los estudiantes universitarios y secundarios se han movilizado para conquistar condiciones de verdadera igualdad de oportunidades en la educación, y han contado con la simpatía de la mayoría del país.
Lo han hecho de diversas maneras, con mayor o menor coherencia, mejor o peor acompañados, pero expresando una demanda justa: que el acceso a una educación de calidad no dependa de los ingresos de sus familias.
En eso tienen razón. Pero no la tienen al reivindicar que la educación sea gratuita para todos.
¿Por qué los hijos de las familias acomodadas tendrían que recibir una educación gratuita?
Lo justo es que la tengan quienes la necesitan.
Los jóvenes de hoy constituyen la generación más escolarizada de la historia del país. Son hijos de la democracia y, afortunadamente, no conocieron los horrores de la dictadura y pueden expresarse con entera libertad.
Gracias a lo que Chile progresó en las dos décadas anteriores, la mayoría de ellos han tenido posibilidades que no tuvieron sus padres ni soñaron sus abuelos.
Es justo que le pidan al Estado que les ofrezca mejores oportunidades, pero deben prepararse también para cumplir con su parte. Los derechos y los deberes deben ir de la mano. Para recibir, también hay que dar.
Lamentablemente, en este período hemos visto demasiado oportunismo en el mundo político.
Algunos parlamentarios, para no parecer conservadores, han adulado a los estudiantes y han llegado incluso a imitarlos, lo que ha resultado bochornoso. En el fondo, les da miedo contradecirlos. Tales parlamentarios creen que obtienen ganancias políticas al actuar así, pero ello es dudoso, porque no inspiran respeto.
En todo tiempo, los jóvenes han sentido que inauguraban la historia o algo así, y que los viejos eran la prehistoria y no tenían mucho que aportarles.
Cada generación se ha visto a sí misma como portadora de la luz. Es la ley de la vida. Con los años, vienen los tropiezos, las ilusiones y las equivocaciones.
Es cuando tienen que enfrentarse al complejo proceso de ganarse el pan, formar una familia, afrontar los contratiempos, no marearse con los triunfos y no hundirse con las derrotas.
Se suele decir que los jóvenes son idealistas y tienen buenas intenciones. Hay que verlo en cada caso. Existen todo tipo de ideales, y algunos pueden conducir directamente al despeñadero.
Recordamos, por ejemplo, el caso de un joven anarquista que murió despedazado, en mayo de 2009, cuando explotó la bomba que trasladaba en su mochila; era instructor de otros jóvenes para la fabricación de explosivos. En estos meses, hemos visto otros casos de extravío.
Se necesita tiempo para adquirir equilibrio y sentido de las proporciones, pero ni siquiera el tiempo lo garantiza. En el camino se aprende…cuando se aprende.
A propósito del estrellato de los actuales dirigentes estudiantiles, es mejor no hacer mitología.
Ellos encarnan un sentimiento valioso, no la razón total. Nadie encarna la razón total. Bien sabemos que, a través de la historia, ha habido jóvenes que se entregaron en cuerpo y alma a los designios de un dictador.
O que, para “tener éxito”, hicieron a un lado los escrúpulos.
O que se dejaron encandilar por los peores demagogos. Se podría decir algo parecido de los adultos, lo cual confirma que la edad no es una calificación sustantiva, y que lo relevante es cómo actúa cada ser humano.
Ser joven no es garantía de nada, como tampoco lo es ser obrero, indígena, empresario o lo que sea, como se ha creído o se sigue creyendo.
Se puede ser joven y al mismo tiempo partidario del individualismo extremo, o de la violencia como método político, o de la consagración al sacerdocio, o de la idolatría del dinero, etc. Vale decir, nada en común, salvo la edad.
Tampoco ser viejo es garantía de nada. Ni de buen criterio, ni de generosidad, ni de sabiduría. Sabemos que hay viejos de todo tipo.
En todas las épocas, los jóvenes pisan fuerte para ganar sus propios espacios. Está bien que sea así. Pero es mejor que no alentemos la lucha generacional –presente en todas las épocas-, sino que propiciemos el diálogo intergeneracional, el intercambio de vivencias, el aprendizaje compartido. Así, cometeremos menos errores como comunidad.
Ojalá los actuales líderes estudiantiles sean capaces de soñar con los pies en la tierra, para que Chile sea mejor, tanto para los jóvenes como para los viejos.