Numerosos diputados de la oposición se han entusiasmado con la idea de llamar a un plebiscito para “destrabar el conflicto educacional”, como dijo uno de ellos al salir de una reunión en La Moneda.
No han entregado detalles, no han dicho cuál sería el camino legal para hacer viable su propuesta, por ejemplo, el número y la naturaleza de las preguntas que habría que responder Sí o No; el posible costo y la fecha de la votación; la eventualidad de un período especial de inscripción en los registros electorales; la duración de la campaña previa, etc.
Sólo se limitan a repetir el título de la canción: plebiscito. Es visible que creen que se puede convertir en un disco exitoso. ¿Posibles consecuencias institucionales o de otro tipo? ¿Para qué preocuparse si la canción se vuelve popular?
Ellos saben que, si se trata de actuar seriamente, el primer paso sería reformar la Constitución –con los dos tercios de los votos de los senadores y diputados en ejercicio-, con el fin de incorporar disposiciones que establezcan nuevos casos en los que se podría convocar a los ciudadanos a responder afirmativa o negativamente.
Entre los que patrocinan la idea hay algunos abogados, y se puede suponer que están estudiando las implicancias de la propuesta, por ejemplo, el tiempo estimado de la tramitación de esa reforma constitucional, que requeriría un pronunciamiento de la Cámara, otro del Senado y, cómo no, del Poder Ejecutivo, que es colegislador al fin y al cabo.
¿Septiembre? ¿Diciembre? ¿Marzo del año próximo? ¿Y se les pediría a los estudiantes que esperaran? ¿Y después del hipotético plebiscito, habría que discutir algunas leyes, o todo quedaría arreglado con un simple Sí o un simple No?
La consigna del plebiscito ha servido a algunos diputados para diferenciarse en estos días revueltos, a otros para tener algo que decir a los periodistas, a otros para ajustar cuentas dentro de su partido, y a todos para demostrar “buena onda” hacia los estudiantes.
¿Algún aporte real a la posibilidad de que el Congreso ayude a concretar acuerdos que permitan ampliar la igualdad de oportunidades en la educación, sobre todo a reducir el costo de la educación superior para las familias que hoy realizan un gran sacrificio?
Ninguno. Sólo ruido.
Lo peor de la propuesta del plebiscito es que engaña a los estudiantes con un espejismo.
En el fondo, los diputados que lo patrocinan parecen conformarse con ofrecer un camino que, al demostrarse inviable, les dé la oportunidad de decir que ello se debió a las trabas que pusieron los demás.
O sea, ofrecen tocar la luna con la mano, y cuando quede demostrado que no es posible, podrán decir: “¿se dan cuenta, muchachos?, no fue por culpa nuestra”.
En situaciones de conflicto o de crisis es cuando más se necesita que las instituciones democráticas cumplan la misión que el país les ha encomendado.
Se puede entender que los parlamentarios estén aturdidos con las marchas estudiantiles, que les angustie la posibilidad de quedar fuera de foco y que se afanen por no contradecir a los dirigentes estudiantes que se han vuelto populares.
El miedo es humano. Pero no pueden renunciar a desempeñar su labor. Tienen que ayudar a buscar soluciones reales, no ilusorias. El país necesita que actúen con serenidad y lucidez, sobre en las horas difíciles.
Esperemos que en los próximos días se materialice un acuerdo que represente un progreso real respecto de muchos de los problemas que afectan a la educación chilena.
Ello demanda buena voluntad y sentido nacional de todos los sectores. En este sentido, hay que alentar los esfuerzos de la comisión de Educación del Senado.
Es indispensable combatir la banalidad en la política, que está erosionando gravemente la institucionalidad democrática.
Precisamente por ello, se necesita renovar el personal parlamentario. La reforma política más urgente es terminar con la trampa del sistema binominal, con el fin de que tengamos elecciones parlamentarias verdaderamente competitivas, vale decir, que pongan nerviosos a los actuales senadores y diputados, que hoy se sienten propietarios de sus escaños.
Algunos están allí hace 21 años. Otros no tanto, pero se ilusionan con la posibilidad de quedarse indefinidamente gracias al binominal.
Necesitamos que lleguen al Parlamento nuevos compatriotas, que expresen una firme voluntad de proteger el interés colectivo y tengan clara conciencia de su deber de fortalecer la democracia.
Que estén dispuestos a escuchar a la sociedad por supuesto, pero a asumir su propia responsabilidad a la hora de elaborar las mejores leyes posibles. Y que sean capaces de resistir la tentación populista.