Cuando ingresé a militar en la Democracia Cristiana era frecuente que se realizaran Juntas Comunales, Provinciales y Nacionales para debatir la situación política y social y acordar propuestas a implementar. Esta experiencia, lamentablemente, me duró poco.
Luego del golpe de 1973, por razones obvias, no se pudo retomar esa actividad hasta luego de las protestas de 1983 y con serias dificultades, y después con otra lógica de organización al retornar la vida democrática.
Mis primeras experiencias eran muy democráticas y participativas: se debatía en asambleas comunales y se elegía a quienes representaran las posiciones debatidas para que las llevaran a la asamblea provincial. Lo mismo ocurría allí para representarse ante la asamblea nacional.
Esto era muy dinámico y participativo, muy distinto a lo que se generó luego, en que se elegía cada cierto tiempo a representantes que debían llegar a debatir sin que necesariamente se reconociera la dinámica cambiante de los acontecimientos políticos y sociales.
El país lleva tres meses de movilizaciones y discusión sobre temas de gran trascendencia: institucionalidad, educación, familia, y una demanda de mayor participación que se traduce en señalar que las instituciones, y entre ellas los partidos políticos, no son capaces de escuchar las demandas ciudadanas o de entender los motivos de las movilizaciones.
Cómo añoro que hubiera ese proceso de reflexión que hiciera actual el debate de mi Partido, cuánta falta hace una Junta Nacional para escuchar y proponer, para definir lineamientos políticos y mostrar capacidad de conducción, es decir liderazgo. Un conjunto de encuentros que genere propuestas o las socialice, en que se propongan ideas y formas de implementarlas.
Eso que se le pide a las organizaciones sociales y al parlamento debiera ser primero en los partidos, o al menos en mi partido.
En este contexto, el Presidente de la Democracia Cristiana señala que no es partidario de que se legisle para establecer el Plebiscito como forma de resolución de las diferencias ciudadanas o de reformar la institucionalidad o de definir cursos de acción en la vida nacional.
Su argumento, muy de cientista político, es que las democracias que niegan poder a las instancias de representación terminan siendo dirigidas por populistas que las llevan a mayor concentración de poder.
El argumento de Walker es válido para esas situaciones que describe, pero no lo es para muchas otras que escapan a ese estrecho marco de análisis.
No lo es para definir la continuidad o no continuidad de un mandato, como ocurrió en 1988 en Chile o para las revocatorias de Venezuela y Bolivia en este siglo.
Tampoco lo es para dirimir diferencias entre una mayoría parlamentaria y el Presidente, como está establecido en diversos países y se fijó en Chile en la reforma Constitucional de 1970. O para aprobar modificaciones a la Constitución, como fue en Chile en 1989. En fin, casos sobran.
La última vez que la DC tuvo un proceso serio de reflexión participativa, para su V Congreso, definió posiciones sobre estos temas, tanto los de las actuales movilizaciones sociales como sobre las formas institucionales de participación.
El Presidente del Partido debiera representar esas posiciones, y no las suyas personales.
En otros tiempos una Junta lo hubiera censurado.