En el segundo año de su gobierno (1954), Carlos Ibáñez del Campo creó el Consejo de Rectores y promulgó la ley Nº 11.575 que permitió que universidades privadas recibieran fondos estatales, terminando de este modo con la diferencia de fondo que había existido hasta ese momento entre universidades públicas y universidades privadas.
Desde ese momento se instaló en Chile una confusión sobre estos términos que sigue generando problemas hasta hoy día y el actual conflicto educacional no es ajeno a ella.
La idea de “lo público” proviene del derecho romano, que separa lo publicus, esto es, lo que es de propiedad de todos y por ello queda bajo la administración del Estado, de lo privatus, lo que es de propiedad individual.
En su origen, lo público se define como una forma de propiedad.
La separación que dominó desde la creación de las universidades públicas frente a las instituciones educacionales privadas tenía que ver con esto, y además, con la diferencia de intereses que se observa en uno y otro caso.
Mientras las instituciones públicas responden al interés de todos, por lo tanto, están obligadas a darle cabida a todo tipo de ideas y tendencias existentes en la sociedad y por eso están obligadas a ser laicas, las instituciones privadas tienen objetivos y misiones que les dan quienes las crean y por lo tanto responden a creencias, ideologías e intereses particulares.
De acuerdo a esta idea, se justifica plenamente que el Estado sea quien financia las primeras, pues siendo éstas representativas de la sociedad en su conjunto, corresponden perfectamente a sus fines y propósitos.
En el caso de las instituciones privadas, es claro que por responder a intereses de sectores dentro de la sociedad, no hay justificación para que reciban financiamiento público o, al menos, si se decidiera que lo reciban, esto debiera ser sobre la base de exigencias de apertura hacia todos los pensamientos y tendencias que legítimamente existen en nuestra sociedad, además de formas de organización y de criterios de funcionamiento no exclusivistas.
De otra manera, propósitos privados se estarían financiando con el dinero de todos los chilenos, cuestión indefendible desde una lógica de políticas estatales.
A pesar de que esto es así, en Chile se instaló la idea de que el Estado podía y debía financiar instituciones educacionales privadas, y de la clara diferencia entre lo público y lo privado se pasó a una rara amalgama de instituciones de educación superior que se separan por su modo de financiamiento: universidades que reciben financiamiento estatal, aunque algunas desde el punto de vista de sus misiones sean privadas y otras públicas, y universidades privadas que no reciben financiamiento estatal.
Con esta situación, se diluyó el compromiso del Estado con las universidades que son verdaderamente públicas y se comenzó a financiar instituciones privadas sin mayores exigencias como contrapartida.
Es decir, se terminó de hecho con la importancia que tiene para el Estado que sus instituciones de enseñanza respondan al pensamiento de lo público, y como el mismo criterio se extendió hacia todo el ámbito educacional, se retrocedió en varios decenios en relación con lo que se había conseguido con las luchas por la enseñanza pública en nuestro país.
Hoy día, el Estado chileno entrega subvenciones a colegios que expulsan a alumnos porque sus padres se separan, o niegan su ingreso a alumnos que no comparten su credo.
En las universidades católicas del Consejo de Rectores se le exige a los profesores que “tengan formación cristiana” y dentro de las exigencias académicas de todas las carreras impartidas está la de seguir tres cursos con contenidos religiosos.
Los profesores de la Universidad Católica son mucho mejor pagados que los de la Universidad de Chile del mismo nivel académico, recibiendo además varios beneficios que estos últimos no tienen (viajes anuales al extranjero por ejemplo).
O sea, la medida del General Ibáñez, unida a las políticas ultra-liberales del General Pinochet y a las debilidades de la Concertación en el terreno de la educación le ha propinado duros golpes a la educación pública nacional, horadando con ello las bases mismas de esa sociedad más solidaria que los defensores de lo público intentaron construir.
Lo triste es que todos los últimos Presidentes, Patricio Aylwin, Eduardo Frei, Ricardo Lagos y Michelle Bachelet, a pesar de ser ex-alumnos de la Universidad de Chile, no fueron capaces de sacarla del atolladero económico al que se la ha ido empujando en estos años, medida que habría sido una buena señal en el proceso de rehabilitación de la educación pública en Chile y una luz de esperanza para el resto de las universidades públicas.
Cuando se muere lo público, se destruye lo común, lo que es de todos, eso en lo que nos hermanamos todos como ciudadanos de un mismo país.
Cuando impera lo privado, y además se fortalece con ayudas estatales, se cultiva la diferencia y se disminuye la solidaridad, que es la base de la convivencia armoniosa entre conciudadanos.
Por eso, tiene pleno sentido que en esta hora de decisiones sobre nuestra educación, hagamos votos porque la actual lucha de los estudiantes restablezca en algo la claridad necesaria para distinguir con justicia lo público de lo privado.