Uno de los grandes reclamos ciudadanos de hoy es la instalación, en nuestra institucionalidad, del plebiscito.
Es decir, de la consulta vinculante y directa a los chilenos en aspectos estratégicos de la vida del país que por su envergadura se hace necesario consultar directamente a los titulares de la soberanía popular.
Este es el primer fundamento: los temas que se plebiscitan son aspectos que determinan el curso del desarrollo del país por decenios y que requieren de una amplísima legitimidad social.
Un segundo fundamento es que el plebiscito desbloquea una situación en que gobierno y parlamento no logran alcanzar un acuerdo para modificar determinadas normas y de esta forma paralizan el propio cuadro institucional, pudiendo ello ser la base de una profundización de la crisis del sistema político que ya se observa.
En Chile esta necesidad es evidente. Vivimos, en virtud de la ley electoral binominal mayoritaria, en un sistema político sin fluidez, paralizado por el empate y que es visto por la ciudadanía como ineficaz.
La Carta Constitucional que nos rige tiene, en su origen, una marca de ilegitimidad dado que fue impuesta durante la dictadura, con un parlamento clausurado, sin participación alguna de la ciudadanía.
Esto hace que una parte muy importante del país no se sienta representado por la Constitución que nos rige y ello provoca una situación muy generalizada de desafección hacia los políticos e instituciones.
Justamente, una de las bases del estado de Derecho es que todos los ciudadanos se sientan representados por la Constitución y la legalidad vigente, y ello se logra no sobre la base de que todos estén de acuerdo con la totalidad de lo que ella establece, sino con la convicción de que su origen es democrático y que en su formulación ha operado el principio de lo que la mayoría decide.
El no tener una Constitución legitimada en un proceso democrático y lo arcaico de muchas de sus normas, pensadas para un período de anulación de las garantías individuales, de los derechos de los ciudadanos y de los principios mas básicos de la vida democrática, es la base de la crisis del sistema político, del desprestigio del parlamento, del clima de enfrentamiento, de la falta de consenso que existe en la sociedad chilena.
Cuando se propone instalar la figura del plebiscito en nuestra legislación, se busca disponer de un instrumento que amplíe la democracia y la participación, que integre políticamente a los ciudadanos y los haga partícipes de las decisiones que se toman.
Sin embargo, de mantenerse la situación actual, el degrado de la política será cada vez mayor y Chile vivirá sentado en una verdadera bomba de tiempo.
Nadie, por tanto, plantea el establecimiento de una “democracia plebiscitaria” que reemplace al parlamento.
Por el contrario, la existencia y el uso del plebiscito en modificar la ley electoral y otros temas que hoy corroen la imagen y la legitimidad del parlamento, puede fortalecer a esta institución como a los propios partidos políticos que siguen siendo esenciales en la vida democrática de cualquier país.
Sabemos, por nuestra propia experiencia, que cuando se coloca candado al parlamento, ello es sinónimo de dictadura. Por tanto, el instituto plebiscitario ubicado en el sistema como un instrumento excepcional, fortalece a las instituciones democráticas y disminuye la lejanía de la ciudadanía con la política y los políticos.
Pero hay otro tema de fondo a considerar y que podríamos llamar “epocal”.
¿Por qué ahora el tema del plebiscito se coloca tan fuertemente en la ciudadanía cuando los proyectos de reforma constitucional para instalarlo se presentaron por parlamentarios de la Concertación ya a partir de 1990? McLuhan dice que el cerebro, la mente social, de las personas y de las comunidades funciona de acuerdo a los niveles tecnológicos de que dispone la sociedad.
La hegemonía televisiva creó el predominio de la imagen planetarizada -la famosa “aldea global” con que McLuhan se adelantaba a la conceptualización de la globalización ya en los años 60- y que en política creó ciudadanos informados como nunca ocurrió en la historia de la humanidad.
Pero también creó al ciudadano-espectador, lo que Panebianco llamó la “democracia del público” que por momentos pareció conformarse solo con opinar a través de las encuestas.
La era digital crea otra ciudadanía. Justamente porque no solo las personas pueden comunicarse, como dice Castells, “de muchos a muchos”, lo cual cambia la perspectiva que las personas tienen de la política y de los antiguos “mediadores” (partidos) que viven mal esta crisis de parcial “desalojo” de sus tradicionales roles.
Las nuevas tecnologías permiten formas de democracia cada día más directas. Hoy es posible preguntar por red a la ciudadanía que opina de cada cosa y, por tanto, el plebiscito -que no es una novedad pues es utilizado desde hace mucho en gran parte grande del mundo- aparece como algo a la mano, algo posible de instalar con facilidad.
O la política, los políticos, acogen este reclamo de participación -plebiscitos, iniciativa popular de ley, inscripción automática, consultas comunales, elección directa de autoridades regionales- o la ruptura entre política tradicional y ciudadanía será cada vez más profunda e irreversible y terminará, con el dominio de una tecnología de códigos horizontales de comunicación, arroyando todo lo vertical, lo elitista, lo restrictivo, lo autoritario.
Formas de República Electrónica serán inevitables si queremos un nuevo contrato entre ciudadanía y política, entre poder y representatividad.