El estrépito salido del orden doméstico a la calle fue inaugurado por las mujeres de derecha previo al Golpe Militar de 1973, la marcha de las “ollas vacías” fue el símbolo del “poder femenino” del mundo conservador y de las élites que clamó a los hombres, sobre todo a los militares que se “pusieran los pantalones”.
Recordemos que incluso esas mujeres les tiraron trigo en sus cuarteles simbolizando así que eran unos “gallinas” (es decir cobardes) frente al “caos” que el marxismo producía en el “orden” chileno.
Las cacerolas fueron luego re-significadas en la dictadura como un modo posible de protestar desde el interior de las casas –el toque de queda, y a veces el estado de sitio, impedía la libre manifestación- produciendo una singular manera de expresar el descontento.
Ya no eran las ollas vacías, sino el vacío de democracia, la falta de libertad, los atropellos a los derechos humanos, la implantación del sistema neo liberal que lentamente fue haciendo su trabajo de privatización y transformación del(a) ciudadano(a) en consumidor(a) o cliente, por lo que sonaban esas cacerolas.
Con las luces apagadas, al interior de las casas o departamentos, los utensilios domésticos, aquellos que hacen posible la reproducción cotidiana –en manos de las mujeres- fueron las armas que muchas noches sirvieron para decir el profundo rechazo al “orden” impuesto por los militares y por parte de una clase política que lo legitimó.
Esa arma de las cacerolas es el ruido, es el atronar, el bramido.
En muchas sociedades y culturas el ruido estrepitoso está plagado de sentidos que se relacionan a veces con provocar una disyunción cósmica (como cuando hay eclipses), en otros casos para coronar ritos de pasajes (el casamiento de las mujeres y su posterior salida a otra comunidad) matrimonios de viudos o viudas (como las cencerradas), a veces para espantar a los malos espíritus.
Es decir el ruido, los rugidos, la estridencia provocada colectivamente está internalizada en nuestra psiquis y obedece, entonces, a profundos modos en que los seres humanos –desde milenios- conjuramos miedos, cambios, poderes.
Y es este sentido el que llama a una reflexión sobre lo que podríamos entender como discurso simbólico y discurso político en relación a estos nuevos caceroleos, después de 17 años de dictadura y de 21 años de democracia.
¿Por qué hoy recurrir a esta misma forma de protestar llenando la ciudad de ruidos salidos desde los artefactos de la cocina? ¿Qué puede significar hoy día un caceroleo?
Sin duda, y como en todas las manifestaciones en las calles que estamos viendo, protagonizando y debatiendo, hay un conjunto de elementos que se imbrican y que no se pueden entender separadamente.
Desde el punto de vista de un análisis cultural las marchas estudiantiles, las ambientalistas, las de derechos de las reivindicaciones homosexuales, entre otras, utilizan una performance pública que se distancia de las meras consignas y de sus homólogas del pasado, enarbolando humor, cuerpos que danzan, acciones de arte, disfraces.
Alguien ha definido estas expresiones como “carnavalescas” y quizás tenga razón en la medida que el carnaval, en la mayoría de las sociedades, intenta poner el mundo al revés.
El sentido de “fiesta” que posee el carnaval tiene el profundo mensaje de romper, irrumpir en las rutinas para propiciar un momento de ruptura con las normas (productivas, sobre todo), un tiempo en que la colectividad hace lo que está prohibido el resto del año.
Pero, junto a ello, podríamos decir que el lenguaje de las marchas, de nuestras marchas chilenas de hoy, es una clara interrogación al discurso político clásico porque justamente se expresa a nivel simbólico y no en el plano de la “racionalidad” de las negociaciones institucionalizadas.
Llama también la atención que los desfiles y protestas no sólo comprometen cuerpos estudiantiles o académicos o docentes o funcionarios, sino que incorpora a otros(as) sujetos, ya sea hijos(as) de los participantes, madres, padres, abuelos(as), así como expresiones relacionadas con las diferencias: étnicas, de género, de opciones sexuales.
Es decir se construye una comunidad transgeneracional y transversal en relación a la desigualdad que como cuerpo marcha para decir un sinnúmero de cosas. Y para decirlas de otro modo.
Los analistas tradicionales ven con mucha preocupación que este lenguaje simbólico domine en las marchas y protestas porque evidentemente pone de manifiesto la ya cliché pérdida de confianza en el mundo de la política y de los(as) políticos(as) y la obvia falta de proyectos o relatos que encarnen una nueva manera de concebir el país.
Los caceroleos tienen que ver de manera prístina con la irrupción, otra vez – en el espacio de la reivindicación ciudadana- de un poderoso conjunto de signos, que de pre-políticos pasan a re-significarse como políticos en la medida que tienen una historia (1970-1980).
No me parece que esos ruidos, estas “cencerradas” puedan ser simplemente definidas en tanto “malestar” como se ha querido “eufemísticamente” denominar a un quiebre, a un punto de inflexión de la sociedad chilena, que se ha hecho carne cuando un gobierno de derecha ha asumido el poder y ha colocado la ambigüedad y el doble estándar como horizonte político.
No podemos olvidar que un 51% de chilenos(as) votaron por Piñera, y que muchos de ellos(as) lo hicieron como repudio al orden sustentado por los gobiernos anteriores (esos(as) electores(as) que también acuden a las marchas) quizás pensando ingenuamente en los anuncios de una “nueva era”. Un empresario, por cierto, coronaba simbólicamente el proceso exitoso de las políticas de mercado que la Concertación administró brillantemente.
¿Por qué entonces surgen las cencerradas?
El caceroleo tiene un significado que todos(as) conocemos: necesidad de democracia, es decir de participar, de ser tomado(a) en cuenta en las decisiones del destino del país.
Un ruido que advierte: estamos presentes, existimos, escúchennos; un sonido que no nace de un partido político, ni de un movimiento, sino que desde la vida cotidiana, de la casa misma, de las personas; pero también es un estruendo que quiere conjurar algo del pasado que se hace presente.
No es extraño que ante la respuesta agresiva del gobierno, a la represión inusitada y calculada como en un campo de batalla del día jueves 4 de agosto, las cacerolas también operen para espantar un recuerdo que de manera maldita (porque no ha sido zanjada, hablada y elaborada socialmente la parte más oscura de la dictadura) retorna a la memoria social.
Es justamente esa memoria la que emerge en el símbolo caceroleo porque de nuevo la oposición orden/caos emergió para justificar la violencia del Estado. Hay que poner “orden” al “caos” que los manifestantes provocan en las calles.
Prohibir la marcha y demostrar que se tiene “pantalones” es el subtexto de la imposibilidad de producir diálogo y participación. Sin prohibición, sin represión, ¿los caceroleos habrían inundado con sus potentes significados la ciudad de Santiago y las principales del país?
Es preciso saber escuchar: nuevas y viejas ollas se ponen en el fuego de la cocina de la política.
No se trata, al parecer, de meros cambios dentro de un modelo que por sí mismo se basa en la desigualdad.
La educación ha sido el significante que hoy día ha producido el estruendo, pero más allá la salud, con su negocio de las Isapres (y un Fonasa que al igual que los liceos públicos apenas sirve para mitigar el dolor de los cuerpos pobres y de las clases medias), el magnífico negocio de las AFP que simplemente dejan en la miseria a los(as) jubilados(as) de su sistema.
Es decir, aquellos pilares y derechos en los cuales se asienta el ciclo de la vida humana están siendo cuestionados porque al fin se han desnaturalizado (el exitismo económico nos convenció que eran la única salida) y la resignación chilena comienza a buscar los cauces de un empoderamiento, de una búsqueda de otras “vías”, más humanas, para partir desde el piso de la igualdad y no para repartir “equidad”.
Por eso, no me gusta ni creo en la palabra malestar, que como es la costumbre, desde hace un tiempo, torna “light”, amortigua, un abismo que todos(as) hemos ayudado a crear con la complacencia de aceptar una idea de desarrollo que ahora comprobamos sólo nos lleva a ser más desiguales, más segmentados, más injustos en los planos vitales de nuestro ser social.
Mucha zapatilla de marca y poco acceso a pensar, debatir, participar y atreverse a construir nuevos proyectos y modelos, ni las viejas martingalas ni las nuevas panaceas, sino la audacia de repensarnos como sociedad.
Las cacerolas pueden combinar otros alimentos y hacerse muy grandes para que todos(as) y todas podamos sentarnos a la mesa a comer como hermanos(as), como iguales.
Eso es parte de lo que el símbolo quiere decir y que el discurso político –que va de la mano con el económico- no se atreve a pronunciar; peor aún: las autoridades parecen no inquietarse por la carga emblemática del estrépito nocturno, el discurso simbólico corre por su potente y subterráneo río y el discurso político oficial, por la indiferencia y la respuesta autoritaria.
¿Es posible un diálogo con estos dos cauces así desatados? Ojalá estos nuevos ruidos sean capaces de “destapar la olla” y producir un nuevo engarce entre cultura y política, de ello dependerán muchas de las soluciones a las grietas que hoy se abren como acantilados ante nuestros ojos.