La sociedad chilena arrastra un problema político que aún no encuentra salida: la obsolescencia de un arreglo institucional cada vez más ilegítimo.
Este se hizo en base a una situación inicial de poder ilimitado del que dispuso un grupo social y político privilegiado, que además no cree en la democracia, o está dispuesto a adaptarse a ella solo en tanto sea fuertemente limitada la soberanía popular.
Para lograr ese propósito, levantó, al amparo de una prolongada dictadura y una vez que no logró mantenerla indefinidamente, un muro de instituciones que impiden el ejercicio democrático.
Fue el grupo minoritario que defendió a los senadores designados hasta que no pudo conservarlos por ser demasiado grotescos para los valores democráticos básicos. Es el grupo de poder que logra aún mantener sistemas electorales y quórum de leyes que impiden que funcione el principio de mayoría.
Todo esto simplemente no es democrático y ha resultado un muro muy difícil de derribar, especialmente cuando una parte de la fuerza del cambio de los años ochenta se adaptó a la situación, morigerando el propósito inicial de democracia y equidad y en algunos casos haciendo de necesidad virtud y sumándose al esquema conservador.
El hecho es que sigue ahí el poder de la derecha agraria tradicional y su cultura autoritaria de la hacienda, complementado por el que acumuló con éxito un grupo integrista-religioso que se ha sentido llamado a dominar la escena política con todas las artes disponibles, incluyendo las peores, desde que se conformó como “movimiento gremialista”.
Y que ha tenido éxito por muchos años en condicionar la dificultosa reinstalación en Chile de una democracia moderna y progresista, que parece ser en definitiva la que prefieren los ciudadanos, desgastando gravemente a los partidos democráticos en su empeño por avanzar a una normalización institucional, al punto de lograr desplazarlos del gobierno.
Salvo que una parte cada vez mayor de los chilenos, y en todo caso sus jóvenes, ya no está más dispuesta a tolerar un arreglo político arcaico, construido para mantener privilegios inaceptables, y se pronuncia en la calle con fuerza resonante en su contra, dándonos una lección a los que quisimos, pero no pudimos mantener la energía que el cambio democrático y social necesitaba.
El presidente Piñera en esta crisis política de 2011 tenía la oportunidad de demostrar las convicciones democráticas que dice tener, y de paso tal vez recuperar algo de la popularidad que le ha sido esquiva. Pero optó por desplegar el reflejo autoritario y violento de la derecha de siempre.
En efecto, se vulnera “el derecho a reunirse pacíficamente sin permiso previo y sin armas” establecido por la constitución que nos rige, cuando el ministro Hinzpeter declara que “nuestro gobierno no autorizará nuevas marchas estudiantiles en la Alameda, porque el tiempo las marchas se acabó”.
En las democracias, el tiempo de las marchas lo determinan los que quieren marchar, no el ministro del Interior, que se ha ganado el legítimo repudio de una generación completa de jóvenes que entienden que o se movilizan o nada cambiará en Chile. Y que deberá probablemente enfrentar una acusación constitucional en el parlamento por reprimir el derecho a manifestarse en vez de contener eficazmente al lumpen, como es su deber.
Dicho sea de la paso, la respuesta ignara e inaceptable del señor Gajardo (“los métodos que hoy se ha aplicado hacia el movimiento por la educación pública, nos recuerdan a los métodos sionistas del apartheid”), solo merece un rechazo tajante, primero por confundir torpemente las cosas y sobre todo porque con el antisemitismo, después de las tragedias del siglo XX, no se juega.
Y los mismos principios que nos llevan a condenarlo y a defender el derecho de Israel a existir, nos llevan a repudiar la violación de los derechos del pueblo palestino. En la izquierda, los tiempos del estalinismo y su paranoia contra los judíos no deben ser revividos por motivo alguno. La nuestra debe ser en toda circunstancia una sociedad tolerante hacia todos los cultos.
Pero los reflejos violentos de la derecha no quedaron ahí: su representante más arcaico, al punto que resulta con frecuencia risible, el señor Carlos Larraín, ha emitido una joya de declaración el sábado 6 de agosto: ” no nos va a doblar la mano una manga de inútiles subversivos, que están instalados muchos de ellos, desgraciadamente, en un Parlamento, que no supimos ganar”.
Y por si esto pudiera adjudicarse a la pasión política del tribuno, el intelectual oficial de la derecha, director del Instituto Libertad y Desarrollo, otro señor Larraín (Luis, en este caso) nos regala en una columna el mismo día con un “el gobierno no debe tirarle más carne a las fieras, porque estas serán insaciables” refiriéndose a los manifestantes.
Se expresa una vez más la intolerancia y la descalificación de una derecha chilena que no dudó en el pasado en promover la destrucción de la democracia y las peores violencias y aberraciones y hoy sigue sin hacerse merecedora del calificativo de civilizada.
Frente a esta declinación autoritaria de la nueva manera de gobernar, el presidente siempre puede optar por otro camino: el de las reglas democráticas y el principio de mayoría, que quiere un cambio profundo de la educación.
Nos encantaría que así fuera. Pero por el momento no queda más que la continuidad de la movilización de los que quieren que la sociedad chilena siga avanzando hacia un nuevo orden institucional que promueva los derechos propios de las sociedades democráticas modernas.
La pregunta que el escritor israelí David Grossman aplica hoy a su sociedad -”¿porqué nos acostumbramos a la rapiña de las privatizaciones, que provocó la pérdida de la solidaridad, la responsabilidad, la ayuda mutua, el sentimiento de pertenecer a una misma nación?”-parece estar encontrando una respuesta en el mejor Chile, en aquel que no se había acostumbrado.