El ámbito de estudio de los “gobiernos societarios” aborda los fenómenos legales y económicos derivados del llamado “problema de la agencia” (mandato); pues decimos que hay un mandato entre el administrador de una “empresa”, por un lado, y su dueño, por el otro. El problema surge cuando los intereses de éste y aquél están desalineados.
En consecuencia, el gobierno societario se concreta en un conjunto de normas que arreglan las relaciones entre los dueños y los administradores, para mejor gestionar la empresa de acuerdo con sus objetivos y estrategias.
Las universidades, incluso las llamadas “públicas”, también son empresas en su sentido organizacional y, por tanto, tienen fines, capital, dueños y administración. Esto significa que, también, podemos someter a las universidades al rigor de las preguntas propias del gobierno societario; no obstante, las respuestas deben enmarcarse dentro de parámetros institucionales específicos de su género, esto es: (I) a sus formas de financiamiento, (II) a la propiedad de su capital, y (III) a los fines de políticas públicas que les importan.
¿Qué concluimos de esto? Lo primero y más evidente, es que las soluciones de gobierno societario que una universidad dada tenga para sí, pueden diferir, respecto de las formas de administración que tenga otra universidad, si alguno de estos parámetros varía significativamente.
Por ejemplo, es lógico que si una universidad tiene financiamiento proveniente del erario nacional, modifique sus mecanismos de control presupuestario y de gasto, para evitar transferencias de recursos que importen subsidios encubiertos a privados o que introduzcan distorsiones de precios en el mercado de la educación universitaria.
Pero resulta clave entender si estos aportes financieros son dados con el carácter de deuda o como capital, pues las formulas de su repago son cruciales en el primer caso, y el carácter de derecho residual, son obvias en el segundo.
Esta distinción es importante, pues si el Estado sólo subsidia para que el cuerpo intermedio (universidad) cumpla un fin de política pública, la capacidad de controlar la administración universitaria o imponer niveles de rendimiento o cumplimiento, es menor y esta relación entre Estado (stakeholder) y la universidad dependerá del contrato negociado entre ambas.
Si se trata de aportes de patrimonio, el Estado tendrá derechos como cualquier accionista (shareholder) y esto limitará radicalmente la capacidad del cuerpo intermedio de auto determinarse o dejar a los académicos y/o estudiantes, la conformación de los cuerpos directivos.
Cualquier ley que aborde este asunto, debe dilucidar y resolver esta interrogante para garantizar qué calidades mínimas y eficiencia presupuestaria irán de la mano con mayores aportes.
De igual manera, si el capital de una universidad es de propiedad de un privado, es lógico que tenga estructuras administrativas distintas a las de una universidad de propiedad del Estado.
Pues bien, esto también se adaptaría de manera distinta si la universidad privada tiene o no fines de lucro para sus dueños. Por ello, asumiendo el caso de una universidad privada con fines de lucro, está claro que su gobierno quedará sujeto al parecer del accionista controlador.
La certificación de su calidad quedará entregada a la capacidad de negociación que tengan los estudiantes y académicos, mirados puramente como contratantes (stakeholders). Sin embargo, si existe en esta negociación, una asimetría de información que implica una posición siempre ganadora para el dueño (shareholder), entonces es justo que la ley intervenga y aplique distorsión regulada para corregir la equivalencia de fuerzas en las curvas de ese mercado.
Ahora bien, si esta universidad privada con fines de lucro recibiera aportes o transferencias (financiamiento) del Estado, entonces, este contratante debe exigir a la universidad y sus dueños, el cumplimiento de estándares de rendimiento, calidad, responsabilidad personal y transparencia, tal como lo hace cualquier banco comercial (stakeholder) en cualquier financiamiento corporativo ordinario.
En definitiva, no existe un patrón único o modelo de gobierno societario para las universidades, sino múltiples alternativas en atención a sus condiciones de financiamiento, capital y fines.
No obstante, en cualquier caso la designación de los administradores debe ser resuelta por la voluntad del “dueño”; donde el caso de las universidades de propiedad del Estado deben considerar las demandas e intereses de los stakeholders o tenedores últimos de los intereses de capital (shareholders): los ciudadanos; pues recordemos bien, el gobierno de turno no es más que un mandatario temporal de la voluntad soberana del pueblo que conformamos cada uno de nosotros.
Segundo, el ánimo de obtener una rentabilidad de la organización de la empresa, no es en sí, esencialmente, contrario o incompatible con el propósito educacional de una universidad, pero es evidente que propone cuestiones graves de control –de gestión, de calidad y de transferencias fiscales- que ameritan el establecimiento de una estructura de monitoreo y regulatoria potente.
El problema es que este aparato de monitoreo puede llegar a ser tan aparatoso y socialmente costoso, que debe cuestionarnos respecto de cuan económicamente eficiente puede llegar a ser en el largo plazo: la vaina puede ser más cara que el sable… o en otras palabras, garantizar calidad y amplio acceso con participación privada en el mercado de la oferta adicional universitaria, puede ser muy caro para un país como el nuestro; y en consecuencia, no por razones de principios, pero sí por razones de eficiencia, debieran ser prohibidas, incluyendo las martingalas montadas para “ordeñar al fisco”.
Tercero, el riesgo de captura de estos consumidores –los estudiantes y sus familias- es alto y la información parece ser asimétrica. Los esfuerzos para equilibrar las cosas no garantizan que el mercado haga su trabajo en forma eficiente en corto plazo.
Los cambios que introduzca cualquier reforma al gobierno societario de las universidades, deben contemplar medidas que mejoren la calidad de la información entregada por la universidad a sus “clientes” –e.g., en términos de transparencia financiera, calidad académica bajo mediciones profundas de rendimiento, y costo de la matricula en función a la empleabilidad efectiva de cada carrera (o sea, de si con lo aprendido, un estudiante podrá pagar cualquier crédito obtenido para financiar sus estudios).
De lo contrario, el otorgamiento del crédito, como la oferta del servicio, es irresponsable y el estudiante es sólo el “jamón del sándwich” de un tinglado comercial con más cara de triangulación financiera que de proyecto académico.
En definitiva, la universidad debe responder a criterios de eficacia y control de gestión basados en presupuestos de largo y corto plazo, que armonicen la consecución de sus objetivos institucionales con un razonable balance de gasto público; como lo haría cualquier otra institución productiva, con la salvedad que la “utilidad” esperada por sus “dueños” responde, adicionalmente, a criterios de “rentabilidad social”.
Desarrollar adecuados gobiernos societarios en las universidades es clave en cualquier intento de reforma educacional. Para eso debemos entender cómo intervienen los parámetros sobre los que se mueve la disciplina de los gobiernos societarios.
Si no lo hacemos, o si la discusión es pobre e ignorante, induciremos el riesgo de tener en un par de años una “Universidad La Polar”… carreras para llegar y llevar.