Escuché hablar por primera vez de Gonzalo Rojas, el poeta, en 1985 en la ciudad de Buenos Aires. En Chile eran tiempos de dictadura y protestas; y yo una joven estudiante a la que las penas de amor rondaban en exceso.
Fue el verano de ese año, que decidí escapar de Santiago. Provista de mi mochila tomé un bus a Mendoza y luego el tren a Buenos Aires, donde nunca había estado.
Allí soplaban los aires de democracia, grandes afiches en las estaciones de trenes anunciaban recitales de Joan Manuel Serrat y Leonardo Favio.
Sin dinero y algo perdida en esa ciudad de avenidas anchas y arquitectura imponente, fui a dar a la Librería Prometeo; alguien me había contado que su dueño era un chileno que vivía en el exilio. En plena Avenida Corrientes, encontré esta librería angosta y larga; en el fondo, apoyado en el mesón, un hombre grueso y de bigote negro.
Me presenté – le dije, soy chilena, busco donde poder dormir, vine a conocer Buenos Aires.
Me miró y sin apenas sonreír me llevó a comer a su pequeño departamento junto a su mujer y sus pequeños hijos. Me dijo, aquí no te puedo tener, pero tengo una amiga española que te alojará.
Sobre una de esas grandes avenidas, en un departamento amplio y luminoso, vivía Eloísa, mujer mayor, grande, de piel transparente, cabellera roja y frondosa.
Me recibió alegre, sonriente… Eloísa había zarpado el año 1939 de Burdeos, junto a otros dos mil españoles republicanos en el barco a vapor Winnipeg en dirección a Valparaíso.
Años después migró junto a otros refugiados a Buenos Aires, y allí permaneció… Fue esa misma noche que escuché por primera vez hablar del poeta chileno Gonzalo Rojas. ¿Lo conoces? Yo no lo conocía, en Chile no se lo nombraba y mucho menos se lo leía… ni en la Universidad de Chile, donde yo estudiaba.
Y fue entonces cuando por primera vez escuché su poesía. Mejor que Neruda, que Huidobro y de Rokha…me dijo Eloísa, elevando su porte orgulloso de mascarón de proa para así dar rienda suelta a la lectura de la inmensidad de sus palabras.
Fue una noche entera, que Eloísa no se detuvo… amaba a Gonzalo Rojas, a quien había conocido en Buenos Aires, y con quien jugaba obstinada y amorosamente a la posibilidad remota de un reencuentro.
No fue sino muchos años más tarde, diez o más, que en un café de Santiago en democracia, vi y escuché a Gonzalo Rojas. No pude sino pensar en Eloísa… me acerqué y le conté tímidamente que había conocido en Buenos Aires a Eloísa, la española del Winnipeg, y con ella había aprendido de su poesía.
El poeta me miró sorprendido, ¿y ella vive aún? Sí, y aun habla del reencuentro y el vestido que ese día lucirá.
Buscó entonces entre sus papeles y documentos, se acercó a un pequeño micrófono dispuesto para él, y comenzó a recitar pausadamente “Alabanza y repetición de Eloísa”:
Hija de Elohim/ de quien nadie sabe/ 4 sílabas/ 4 galaxias/ y el destello/ de Eloísa a propósito de alondra, Eloísa al amanecer/ envuelta en ella misma durmiendo en/ la belleza de su espinazo, Eloísa,/ vestida de verde, Eloísa,/ infradesnuda a los 20 años, sentada/ acostada, Eloísa flexible/ derramada como una copa, Eloísa/ cerrada y por lo visto obsesa, Eloísa/ ociosa de José Ricardo, airosa/ y quebradiza de él, Eloísa/ cortada en flor por la guerra, Eloísa infanta/ piel de Lérida, alada al azar/ en la ventolera del Winnipeg, Eloísa/ parada en la borda, anclada, alumbrada/ por ella misma, Eloísa/ posesa de ojos castaños que hubieran sido los del éxtasis/ de la mismísima Magdalena/ de Ribera de Játiva de no ser/ el ser de Eloísa volando como saliendo a los 20, atrapada/ en el rapto de aquesa España dulcísima y/ tristísima fuera/ de España, envuelta/ en ella misma paseando sola/ entre los arrecifes, durmiendo/ en estas líneas,/diamantinamente/ durmiendo.