Convertir la salud en una guerra no es una buena idea.
Decir: “Estamos librando una verdadera guerra contra este virus y, en ese contexto, una vez más, la ayuda de las Fuerzas Armadas en esta guerra nos es muy preciada, porque nos significa dar un combate mucho mejor y con una probabilidad mucho más grande de salir victoriosos”, es dar cuenta de una visión tecnocrática que escabulle las consecuencias sociales y morales de su ejercicio.
Más aún, la autoridad sanitaria evidencia escasa sensibilidad cuando juega con estas palabras en un clima de hostilidades con los vecinos.
Es cierto que metáforas como las de combate, erradicación, lucha a muerte, son poderosas.
Sucede con ellas lo que suele suceder con el quick fix norteamericano, ese arreglo rápido y fácil que termina convirtiendo una epidemia en una pandemia o en la búsqueda de medicinas más potentes cuando se han levantado barreras a las antes creadas, como en el caso de la resistencia antibiótica.
El uso de metáforas militares en salud ignora la naturaleza médico social de los procesos que afectan al cuerpo y con ello se facilita, entre otras cosas, la adopción de una postura bélica, la justificación de la guerra como medio legítimo de erradicar lo amenazante y la estigmatización de quienes se perciben como portadores del mal.
La postura bélica supone que frente a cualquier instancia problemática no cabe sino buscar la eliminación de la causa. No tarda semejante postura en proyectarse a otros dominios de la vida social y económica.
El quick fix se aplica en la agricultura, en las demoliciones, en el femicidio, en la expulsión de las y los “niños problemas”, en el encierro de los pacientes mentales, en la expulsión de los migrantes.
En todos estos y los demás posibles casos, las consecuencias se vuelven evidentemente más problemáticas que las causas. El lenguaje de guerra, a su vez, no tarda en anclar el enemigo en la persona del o la paciente. Fácilmente las personas. portadoras del HIV, de enfermedades de transmisión sexual, o quienes padezcan cualquier otro tipo de patología se convierten en blanco fácil de todo tipo de discriminación.
La disposición bélica niega, a su vez, la posibilidad de explorar los fenómenos y reconocer su complejidad y descubrir formas de avanzar que desarrollen las capacidades propias de la condición humana como la ayuda mutua, la creatividad, la anticipación, en fin.
Pero, además, cuando la autoridad sanitaria proclama una guerra con el apoyo de las Fuerzas Armadas, no moviliza la conciencia ciudadana hacia las condiciones que determinan la prevalencia de una determinada dolencia sino que a la legitimidad que supone el uso de la fuerza para erradicarla: el problema es uno, la solución es una. En este esquema el fanatismo tecnocrático llega a ser delirante.
Una concepción humanista de la salud invita a pensar de otro modo el tema.
En primer lugar, una disposición sana hacia el mundo puede ser cualquiera pero menos la de la destrucción. De la autoridad sanitaria se espera que promueva, en este sentido, una actitud constructiva para resolver los problemas. Ello pasa por concebir el espacio de la vida humana, no como un campo de batalla, y por comprender que las soluciones a los problemas humanos son fruto de la investigación, la creatividad, la intuición y la capacidad de cooperación y apoyo mutuo.
Es tiempo de hacerse responsables de las palabras.