Entre las múltiples movilizaciones, los escándalos empresariales y la crisis política de la nueva forma de gobernar, la discusión sobre el salario mínimo se arriesga, una vez más, a pasar desapercibida, mientras el gobierno se apresta a imponer nuevamente un aumento, que en el mejor de los casos, será absorbido por completo, solamente por el alza de tarifas del Transantiago y de los alimentos en los últimos seis meses.
En este contexto, nunca está de más recordar el significado y el sentido que el trabajo tiene para la vida humana, en algunas de las distintas concepciones que existen al interior de nuestra sociedad.
Para algunos el trabajo nace como castigo divino por el comportamiento de Adán y Eva en el paraíso e implica necesariamente un sufrimiento necesario para, después de muertos, ser recompensados.
Para otros, es un factor productivo más y como tal, en su regulación, sólo debe actuar la todopoderosa y eterna ley de la oferta y la demanda, para asegurar la máxima rentabilidad a los dueños del capital y de los medios de producción, permitiendo reproducir y concentrar la riqueza, cada día, en menos manos.
Por último, estamos quienes creemos que el trabajo es toda forma de interacción del ser humano con su entorno para la satisfacción de sus necesidades y por ende la forma de realización del mismo, ya que permite reproducir nuestra existencia y buscar la felicidad.
De estas dispares visiones nacen, por supuesto, las distintas formas de abordar el salario mínimo y la cesantía.
En el caso de la primera, se ha llegado a hablar de salario ético mientras se afirma que la cesantía es un flagelo que debe combatirse con la caridad y la solidaridad en tiempos de catástrofe.
Los segundos plantean que tanto el trabajo como la cesantía son simples variables de un modelo en el cual la salud de la economía, medida en términos de crecimiento resulta mucho más relevante que lo primero.
Para quienes nos ubicamos en la tercera opción, la cesantía representa el principal problema de la sociedad actual, ya que quien no tiene trabajo, no tiene posibilidad de satisfacer sus necesidades y por ende, tampoco de reproducir de manera digna, su existencia, por lo que se ve privado de realizarse incluso, como especie.
De ahí que el trabajo ocupe un espacio central entre las demandas que aspiramos a convertir en derechos consagrados constitucionalmente, lo que implica que el Estado debiera asegurarlo, cuando la iniciativa privada se retira de la economía para resguardar las utilidades obtenidas en tiempos de bonanza mientras la desesperación cunde entre quienes solo viven de su trabajo.
En este contexto, también resulta fundamental resguardar su valor, para evitar los abusos de quienes buscan disminuirlo para aumentar sus utilidades a costa de la calidad de vida de los trabajadores y sus familias.
A este macabro objetivo contribuye, por cierto, el temor y la inseguridad que provoca el desempleo y la amenaza permanente, sobre los que tienen trabajo, de quienes necesitan urgentemente trabajar y están dispuestos a aceptar, por lo mismo, un salario menor al que percibe quien, mal o bien, tiene trabajo.
Por eso resulta fundamental que el incremento del sueldo mínimo disminuya la brecha entre el costo de las necesidades de los trabajadores y sus familias y el magro poder adquisitivo que poseen los salarios, lo que nos lleva a debatir con los defensores del modelo la necesidad, no sólo de asegurar el empleo y aumentar significativamente su valor, sino también la necesidad de eliminar el trabajo precario, el trabajo mal remunerado y la sobreexplotación, al tiempo de fortalecer la organización sindical y su poder de negociación, para asegurar una más equitativa distribución de la riqueza generada por el trabajo, entre trabajadores y empresarios.
Los defensores del modelo, por su parte, seguirán promoviendo una mayor flexibilidad laboral, la eliminación o el estancamiento del sueldo mínimo y el derecho a pactar individualmente las condiciones laborales, para cumplir el sueño de obligarlos a aceptar, a todo evento, las condiciones de trabajo miserable que buscan imponer.
Ellos están más interesados en la rentabilidad de sus negocios que en la felicidad humana, por lo que no logran maquillar su deseo de seguir acumulando riquezas, a costa de los trabajadores.
Pretenden aparecer defendiendo la propiedad privada, cuando en realidad, si partimos del consenso que explica la propiedad privada como fruto del trabajo, son ellos quienes atentan permanentemente contra la misma, cada vez que pagan a sus trabajadores menos de lo que vale su trabajo.