17 jun 2011

¿El país bien y la política mal?

La frase del presidente Piñera acerca de la contradicción de un país que está bien con una política que anda mal, ha llevado al gobierno, partidos oficialistas y opositores a centrar sus análisis y propuestas en el ámbito de la política, asumiendo que es allí donde está el problema.

Para el gobierno, el desprestigio de la política es el resultado de un clima de confrontación que estaría polarizando las posturas de los partidos oficialistas y opositores, impidiendo que prosperen las iniciativas del ejecutivo. Se quiere proyectar la imagen de que son los partidos los que no dejan gobernar para el país y el interés ciudadano. De allí, convocatorias a la unidad nacional y a la búsqueda de acuerdos.

Para la UDI, principal partido de la coalición oficialista, las deficiencias políticas estarían depositadas particularmente en el gobierno, de modo que echarle la culpa a los partidos es eludir sus responsabilidades. Dado lo cual se reclama una mejor relación del gobierno con sus partidos (especialmente con la UDI), así como con sus bancadas.

Para la Concertación, no sólo hay un mal gobierno, sino una institucionalidad política que resta calidad a la democracia, por lo que se requiere un conjunto de reformas, entre las que destacan desde el cambio del sistema electoral, hasta la reforma de los partidos para mejorar la representación y la participación ciudadana.

Si bien es cierto que existe un deficiente comportamiento de la política y que todos los análisis propuestos corresponden a problemas que requieren solución, nadie se ha pronunciado sobre la otra afirmación del presidente Piñera: ¿es tan cierto que el país anda bien?

La afirmación de Piñera sobre la salud del país está basada en los indicadores que se utilizan y, como ha sido tradicional (especialmente en el pensamiento de la derecha), el más importante de ellos es el crecimiento: puesto que Chile está creciendo a un ritmo mayor que los últimos años, resulta entonces que el país anda bien.

Pero este indicador tradicional de medición del progreso descansa en algunos supuestos cuestionables: el primero de ellos, es el que atribuye una relación automática entre crecimiento, superación de la pobreza y generación de empleo.

El segundo, y más cuestionable todavía, es que existe una relación automática entre crecimiento y calidad del empleo (en consecuencia, entre crecimiento y equidad).

Hasta ahora, la evidencia empírica internacional muestra que no existe relación entre tasa de crecimiento y tasa de reducción de la pobreza, entre tasa de crecimiento y tasa de empleo y, menos todavía, entre tasa de crecimiento y calidad de los empleos que se generan.

Pero además de la evidencia estadística, el desajuste entre crecimiento y bienestar de la población también se manifiesta en distintas formas de movilización o protestas ciudadanas, precisamente en períodos en que la mayor prosperidad macroeconómica no termina por reflejarse en las condiciones de vida de las mayorías.

Y en Chile hemos tenido las mismas evidencias.

Si hacemos seguimiento a algunas estadísticas a lo largo del tiempo, ellas nos revelan que la tasa de reducción de la pobreza ha sido mayor que la tasa de crecimiento (para mérito de las políticas sociales), que la tasa de creación de empleo, en cambio, ha sido menor que la tasa de crecimiento, y ni hablar de la menor creación de empleos de calidad, así como de las altas brechas en la distribución de los ingresos, en la calidad de la educación y la salud, por mencionar las más sensibles ante la opinión pública.

También ahora somos testigos de la evidencia social de este fenómeno cuando, a pesar de las insistentes declaraciones del gobierno acerca del promisorio nivel actual de crecimiento del país, asistimos al mayor número, variedad y masividad de manifestaciones y protestas ciudadanas en las últimas décadas.

En medio de la crisis internacional que afectó al mundo en 2008, el presidente francés convocó a una comisión de expertos, entre los que estaban prestigiosos economistas -como los galardonados con el premio Nobel, Amartya Sen y Joseph Stiglitz- para proponer nuevas maneras de medir el progreso económico.

Tal como señaló en su convocatoria, Nicolás Zarkozy declaró “no cambiaremos nuestro comportamiento a menos que cambiemos las manera en que medimos la performance económica”.

De esa comisión salió un libro que se titula Mismeasuring our Lives (New Press 2009), en el que se pone en cuestión la validez del indicador tradicional, el Producto Interno Bruto. Y apela a la necesidad de nuevos y más complejos indicadores, con mediciones multidimensionales que incorporen: ingresos, consumo y riqueza; educación y salud; actividades personales y trabajo; participación ciudadana y gobernanza; relaciones sociales y conectividad; medioambiente (presente y futuro) e inseguridades (económicas y de la naturaleza). Y todas estas dimensiones medidas en su doble manifestación, objetiva y subjetiva: cómo son y cómo se perciben por la ciudadanía.

Tanto está influyendo este cambio en la manera en que se debe evaluar el progreso en las sociedades, que la OCDE -organismo del que Chile forma parte- está aplicando nuevos criterios para analizar la realidad de sus 34 países miembros y en los que, junto con medir la situación del empleo, de los salarios, de la seguridad y el medioambiente, se incluye un indicador subjetivo de satisfacción de vida.

Tenemos un gran pendiente en Chile, ponernos a la altura de estas nuevas orientaciones internacionales y entender que el progreso de la sociedad se mide en el bienestar de sus ciudadanos y que ello se recoge, tanto o más que en el producto interno bruto nacional, en cómo éste se refleja en las vidas cotidianas de cada uno de nuestros hogares.

Y si nos medimos con esta nueva vara, la verdad es que la afirmación del presidente se queda corta y su gobierno va a tener que hacer mucho más que mejorar su gestión y contribuir a mejorar la calidad de la política, si es que quiere revertir una justificada insatisfacción ciudadana a pesar del crecimiento del país.

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