“Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo”, sentenciaban Marx y Engels en 1848. Ciento sesenta y cuatro años después, podríamos parafrasear tal idea-fuerza con algo así como: “un descontento recorre parte del mundo, es el descontento de la impotencia frente al sistema económico imperante”.
Quien quiera quedarse en la relevancia cuantitativa, la mayor o menor violencia, lo más o menos accesible de sus demandas y reivindicaciones y/o la preponderancia etaria que caracteriza a las últimas manifestaciones y protestas en diferentes latitudes de nuestro planeta, incluido Chile, tal vez se encuentre con elementos estadísticamente interesantes; no obstante, pareciera no estar allí lo esencial de este emergente movimiento.
De una u otra forma, se estaría olvidando que el estudio y análisis de las conductas y acciones sociales, supone ir más allá de lo meramente observable, para así comprender e interpretar el sentido y significado que sus actores le dan a las mismas.
Entre otros aspectos que forman parte de este complejo fenómeno, es nuestra hipótesis, sin ninguna pretensión de originalidad que, subyacente a estas expresiones y movimientos se encuentra un malestar ciudadano que desde un estado de latencia contenido, comienza a explicitarse y radicalizarse. Se trata de la fatídica, pero siempre vigente fórmula que nos dice que a mayor frustración, mayor tendencia a la agresión.
Los ciudadanos de diferentes países y también de Chile, ya no quieren más (porque “los latea”) que les sigan diciendo que lo más importante es el crecimiento económico, con sus indicadores adláteres de éxito: las tasas de inflación, la inversión, la productividad y la rentabilidad.; tampoco quieren seguir oyendo que el énfasis tiene que estar puesto en los siempre rimbombantes equilibrios macroeconómicos, con indiferencia absoluta frente a las necesidades básicas y cotidianas de la gente.
La mayoría de los chilenos y de muchas partes del mundo, ya sea porque lo ha leído, porque lo intuye o por su propia experiencia de vida, quiere dejar de ser un mero productor de bienes materiales para convertirse en sujeto y beneficiario del desarrollo.
Como dice Naciones Unidas, el desarrollo debe facilitar a todas las personas ampliar sus opciones y permitirles aprovechar EQUITATIVAMENTE las oportunidades que genera la sociedad.
No puede seguir siendo Chile “un modelo de las paradojas de la modernidad y de la democracia”, en la que junto a nuestro orgullo legítimo (algunas veces arrogante) por los logros y avances indiscutibles que hemos tenido, se den patéticas y preocupantes situaciones como , entre otras, que el gasto público en salud en relación al PIB sea más bajo que el promedio de América Latina, que el 80% del producto nacional esté vinculado a no más de 15 grupos económicos, que el Estado no juegue un rol determinante en la regulación ambiental, que los Bancos vengan teniendo utilidades sistemáticas cercanas al 30%, que los trabajadores sindicalizados no superen el 15% del total de asalariados; en fin, que el quintil más rico supere a casi la mitad de los chilenos en porcentajes francamente agresivos en ingresos y accesos a la calidad de vida.
Definitivamente, detrás de los observables anarquismos y violentismos, se encuentra la aspiración, largamente frustrada de grandes sectores de la población, de que se transforme y desarticule el nudo gordiano que configura la matriz económica vigente.
Por cierto, ello debe ir necesariamente acompañado de un nuevo marco valórico-cultural y una mayor y más eficiente participación democrática de la sociedad civil.