En el más puro estilo del Plan Marshall de mediados del siglo XX, el Presidente Obama ha anunciado masivos flujos de crédito y dinero para apoyar la ‘primavera arábiga’ especialmente en Egipto y Túnez. Siempre se puede pensar mal: después del garrote viene la zanahoria. Sin embargo, la iniciativa también se puede tomar en serio. La tesis tras ella es que la intervención en la estructura económica hace necesario un desarrollo institucional acorde con la libertad de mercado. En corto, que la estabilidad económica produce institucionalidad democrática.
Esta es una receta utilizada en distintos momentos del siglo XX. Especialmente en los años noventa, las estrategias de ‘buen gobierno’ del FMI crecientemente asociaron préstamos a la existencia de libertades políticas; la propia opción de Europa Central frente a Europa del Este luego del fin del régimen soviético se orientó igualmente al ataque al desempleo y a la recomposición de la esfera del trabajo; y los Aliados hicieron lo propio en Alemania luego del fin de la Segunda Guerra Mundial. Intervenciones de este tipo siguen el modelo de un cambio institucional indirecto: se internan en una esfera en principio técnica, por tanto con menor potencial de conflictividad política, y desde ahí provocan requerimientos a los que otros espacios institucionales se ven en la necesidad de responder.
No es precisamente esto lo que hizo Estados Unidos en Irak, y las consecuencias fueron desastrosas para todos. Sí fue el caso del Plan Marshall, y Alemania logró pasar del nazismo a una de las democracias más estables de la actualidad. Pero esto no se obtuvo automáticamente por la sola inyección de dinero, sino por la orientación del cambio institucional que acompañaba a eso, pues desde las transformaciones económicas se podía inducir un principio de logro individual que se introdujera paulatinamente en la política, en el núcleo comunitario de la familia, en la educación y disolviera desde adentro la estructura de privilegios y valores antidemocráticos heredados del régimen nazi.
¿Esto es lo que busca el Plan Obama para consolidar la ‘primavera arábiga’? Una pretensión de este tipo descansa sobre tres supuestos: 1) que las precarias condiciones económicas de buena parte de la población árabe se deben a la falta de recursos monetarios, 2) que la provisión de empleos y servicios reducirá potenciales focos de conflicto interno y generará institucionalidad democrática, y 3) que aquello a lo que aspiran las movilizaciones en el mundo árabe es democracia en el sentido más occidental imaginable. El problema es que ninguno de estos supuestos se cumple en el mundo árabe.
Frente a lo primero, la existencia de recursos monetarios no ha sido especialmente el problema de los países productores de petróleo; el problema es su distribución, en particular cuando las estructuras estatales institucionales son de carácter patrimonial y autocrático. Es decir, sin transformación de las estructuras de gobierno el orden de privilegios y los problemas de exclusión se mantendrán; podrá variar la composición de las elites, algunos podrán subirse en sus carros traseros, pero la inyección de recursos monetarios sin procedimentalización democrática solo refuerza el autoritarismo del estrato superior.
Frente a lo segundo, es cierto que la intervención en el sistema económico implementada por el Plan Marshall dio resultados en caso alemán, pero ella vino acompañada de una nueva institucionalidad política: la Constitución de Bonn en vez de la de Weimar, del desarme alemán y de un control externo por parte de las fuerzas victoriosas. Occidente no tiene ninguna superioridad frente a Oriente Medio, carece absolutamente de control sobre lo que ahí sucede. Más aún, Europa ni siquiera vio acercarse las protestas; estaba preocupada de las crisis griega y portuguesa cuando ellas comenzaron en Túnez y Egipto, y hoy no tiene capacidad política para determinar las condiciones en que las transformaciones institucionales en esa región pueden ser llevadas a cabo.
Y frente a lo tercero, desde que a fines del año 2010 se iniciaron las protestas, pocos han dudado que la movilización política en el mundo árabe esté inspirada por un espíritu democrático, por un sentimiento de libertad natural ante la opresión de un estado patrimonial. Los nostálgicos pensaron en que el fantasma que recorría Europa en el siglo XIX se había trasladado al sur; los utópicos fueron un poco más atrás, al siglo XVIII, y hablaron incluso de una Ilustración árabe. Pero nunca se preguntaron qué base institucional podía dar a las protestas un carácter democrático. La democracia no surge por generación espontánea; no basta solo el descontento de la población con una situación social desigual; no basta solo su movilización contra los poderes de turno. La propia historia latinoamericana ha mostrado cuán cierto es esto: si las instituciones no son capaces de absorber las demandas de los públicos , se siguen dos alternativas: o se refuerzan y refinan los métodos represivos, o se genera una imagen ficticia de participación en el poder por combinaciones abstrusas de nacionalismo y fascismo, como la historia del populismo tradicional latinoamericano, del cual hoy el caso venezolano es un (in)digno representante, lo hace evidente.
El Plan Obama puede sonar bien, pero le falta perspectiva histórica. Parece más una compensación económica que pretensión democrática; irónicamente se podría incluso decir: son los ahorros que por ahora quedan de no haber invadido Libia.