Se ha multiplicado la polémica por la aprobación del primer trámite constitucional del proyecto de ley sobre televisión digital.
Hay razones para esta teleserie por entregas.
Lo primero fue el “Proyecto Cortázar” seducido por el “tsunami técnico” de la innovación digital que impactaría en la futura televisión. Por tanto, la esencia estaba en el cambio de formato y en su impacto institucional para la Subtel y el Consejo Nacional de Televisión.
La segunda entrega, forzada por un requerimiento ante el Tribunal Constitucional, es el “Proyecto Atton”. Este demoró en nacer por la tentación de recurrir a mecanismos reglamentarios para instalar la nueva TV como una derivación del factor técnico. Pero hacia el final de su tramitación en la Cámara asomó con fuerza la dimensión de los intereses de la actual industria de la televisión abierta. La expresión de negocios de la TV obligó a poner cláusulas de protección frente a la concentración de mercado y al fomento de la libre competencia.
La tercera entrega viene en el Senado y en ella se ha anunciado un tipo de debate que nos recuerde el sentido cultural y social de la televisión como bien público. Ya que tenemos la oportunidad de reformular el marco normativo de la TV, el fin es que esto valga la pena para los chilenos construyendo alternativas que permitan pluralismo informativo, cultural, regional y social. Algo de eso quedó en la cláusula sobre correcto funcionamiento de la Televisión.
Sin embargo, ese debate fundamental no puede soslayar que el medio sobre el cual se construye la televisión abierta es un bien nacional de uso público –el espectro radioeléctrico- que se concede gratuitamente a los canales.
Por lo mismo, las normas que autorizan un negocio adicional con el segmento de banda restante para arrendarlo a otros es un despropósito.
Y la pretensión de ANATEL de cobrarle a la televisión de cable por el subsidio de tener en su parrilla programática los canales de libre recepción televisiva constituye un definitivo tránsito hacia una televisión enteramente pagada.
Hay que desatar la “Fórmula Atton – Anatel” porque la codicia rompió el saco. Es la hora de encontrar un Estado regulador fuerte sobre un medio de comunicación social clave para la democracia y la libertad de expresión. Una regulación que garantice a todos que la administración de un bien público escaso, como es el espectro, puede ser concesionada pero a cambio del pago de un canon como se hace con todos los demás bienes nacionales de uso público que se entregan bajo esa condición.
Un modesto puesto de dulces en una playa lo hace y no lo podrán hacer canales que luchan por repartirse un mercado de algo más de U$ 400 millones de dólares anuales.
Preocupación causan, ciertas opiniones parlamentarias, que pretender darle a la TV pública el mismo trato que la privada. Aquello sería no entender el insustituible rol que la TV pública jugó en la recuperación democrática y que por cierto debe seguir jugando.
Lo esencial del trámite que viene será ir al fondo del debate y al fondo del negocio. Cultura e industria a la vez.
No es deseable una cláusula retórica que nos deje tranquilos sobre la elevación del nivel cultural de los chilenos sin mecanismos que incentiven una buena televisión pública todo el año. Hay que ver cómo seguimos en este capítulo. La teleserie está lejos de su clímax.