Bien recibido fue el anuncio del Ministro del Interior referido a la suspensión del uso de sustancias lacrimógenas por parte de Carabineros.
Expertos han señalado que los gases lacrimógenos producen serios daños en la salud de las personas y que incluso tendrían efectos abortivos. Más aún, se ha puesto en duda su eficacia en tanto los gases lacrimógenos utilizados para dispersar grupos y ahuyentar personas, causaría mayor agresividad.
Pese a que es positivo el anuncio del Ministro, no se debiera discutir lo apropiado o no de las bombas lacrimógenas. El tema de fondo no es el uso de los gases mismos, sino la vehemencia con la que se ha actuado en la represión de los manifestantes.
Me atrevo a decir que se utiliza una lógica represora que asemeja las manifestaciones y marchas ciudadanas a cualquier fenómeno delictivo.
Lo que ocurre es la criminalización de la movilización de los ciudadanos, de las posibilidades de dar a conocer públicamente el descontento con las autoridades que los representan.
Obviamente no hay justificación para quienes actúan de manera violenta en medio de manifestaciones pacíficas, atacando cobardemente a carabineros superados en número, forzando enfrentamientos y, a la larga, limitando el interés de otros ciudadanos por participar.
Sin embargo las recientes marchas autorizadas con una participación de más de 15 mil personas y donde hubo un centenar de detenidos y menores daños que en otras ocasiones, bien pueden calificarse de pacíficas y, la represión, de excesiva.
La fuerte represión supone un alto costo para quienes participan (recibir un golpe o piedrazo, resultar mojado, respirar gases tóxicos, ser detenido). Sabiendo esto, muchos prefieren quedarse en sus casas.
Eso es lo que un gobierno desearía para que no se genere una impresión generalizada de desaprobación y es lo que se logra con fuerte represión.
Tal como el endurecimiento de las penas ha sido propuesto para que el delincuente se abstenga de cometer un crimen, la represión actúa no solamente logrando restablecer el orden público sino limitando la participación activa de las personas.
Si la política de la “mano dura” es cortoplacista y privilegia el control, la excesiva represión genera orden en el corto plazo, pero en el largo plazo reduce más el interés de las personas por participar de manera activa en la vida pública.
Manifestaciones y delito no son lo mismo. Las posibilidades de participación en Chile están prácticamente limitadas al voto y más encima votamos poco y cada mucho tiempo.
Marchar de manera pacífica y autorizada es una forma de hacer notar a las autoridades electas que no son pocos quienes apoyan una causa. Esto, mientras se espera para demostrar el descontento en las urnas.
Mientras más gente hay en las calles, mayor amenaza de desaprobación reciben las autoridades ,y es posible que estas reaccionen en función de lo razonable que resultan las demandas y aquello que permite la ley.
Lamentablemente la fascinación con el orden público no es una cosa que sea nueva en Chile ni poco generalizada. No es que nuestros actuales gobernantes sean en extremo represivos y los ciudadanos pensemos distinto a ellos.
Casos similares de represión han ocurrido en anteriores gobiernos y muchos chilenos sostienen hoy que las marchas son puro desorden y solo ve en ellas daños y violencia.
Parece que culturalmente nos gusta el mucho que las cosas estén bajo control. La encuesta de opinión pública Barómetro de las Américas de la Universidad Vanderbilt para 2010 indica que casi el 45% de los consultados en Chile aceptan que hay casos en que es necesario actuar fuera de la ley para detener un delincuente.
A su vez la sensación de inseguridad en Chile es alta si se tiene en cuenta que Chile destaca por cifras delictuales muy por debajo del promedio de toda la región tanto en victimización como en tasa de delitos registrados.
En Chile estamos lejos de compararnos con España, donde esta semana miles de jóvenes acampan pacíficamente en la Puerta del Sol pidiendo solución al problema de desempleo y nadie se escandaliza. O de México, donde hay manifestantes que prácticamente viven en el Zócalo.
Así es, en otros países no se reacciona igual a las protestas y el umbral de aceptación de opiniones contrarias al gobierno es mayor. Existe otra forma de reaccionar por parte de la autoridad civil y la policía.
Al actuar con fuerza excesiva ante las manifestaciones ciudadanas se restringen los derechos de libre circulación y expresión por garantizar el orden público y resguardar el supuestamente amenazado derecho a la propiedad.
Quizás lo que haya que evaluar es cómo valoramos los distintos derechos y qué privilegiamos.
A mi juicio, en una sociedad donde la política está desacreditada, instituciones como los partidos políticos y el congreso tienen poca aprobación y la juventud no participa de las elecciones, coartar una forma de participación de manera tan violenta como hemos visto recientemente, es seguir el camino equivocado. La “mano dura” no aplica y la “mano acogedora” no se ve.