Los ambientalistas somos bichos raros. La gente normal se refiere a nosotros como un grupo, una minoría, e incluso como si fuéramos una secta.
Algunos nos dicen ecologistas, otros nos dicen verdes, pero el denominador común es una mezcla de utopía, desinformación y ganas de cambiar un mundo que o no cambia o que no sabemos cambiar.
Es decir, unos fracasados peligrosos. Unos “irresponsables” como nos dijo su excelencia a través de los micrófonos del empresariado desde la tribuna. Gente que se opone a todo, que dificulta el progreso. Incoherentes, además, porque claramente también usan energía pero se oponen a ella.
Somos culpables del desempleo, del retraso en la incorporación de nuevas tecnologías. Nos financian turistas millonarios que quieren conservar sus ríos -con énfasis en la propiedad de los ríos- y sus bosques -nuevamente con énfasis en la propiedad de esos bosques- e ingenuamente, o peor, maquiavélicamente aceptamos entrar en ese juego.
Somos parte de un debate trunco, mentiroso e imparcial. Hay que dudar de lo que decimos, porque detrás nuestro hay pocas cifras, poco gráfico más bien sólo palabras. Y estamos francamente equivocados al plantear que hay caminos alternativos. El más educado será quien nos descalifique por señalar que esas “alternativas verdes” que tanto nos gustan son caras, inviables o lentas de incorporar.
Cuando hacemos propuestas nos dicen que igual nos oponemos a todo. Que todo proyecto implica costos, y que finalmente no se puede confiar en nosotros porque tenemos esta inagotable motivación para patalear.
Y sin embargo en todo el mundo nuestros logros son gigantescos. Y son en este mundo, en este planeta, y en este “modelo” económico, social y cultural. Con éstas reglas del juego estamos doblándole la mano a la energía nuclear, parando el consumo de carne de ballena, defendiendo los bosques, evitando la desertificación, promocionando iniciativas de pesca sustentable.
Y somos millones.Los países desarrollados nos están dando la razón; si hay un sólo mundo mejor cuidarlo. Porque por muchos estudios de economistas y expertos el sentido común impera y aún hay gente que cree en revoluciones que puedan cambiar el mundo, simplemente porque lo que estamos construyendo no da el ancho (ni el largo). Somos legión, decían por ahí.
Queda gente, y mucha, que valora un mundo donde no haya que pagar para seguir estando.
Que sabe que esto del desarrollo tipo “sálvense quien pueda” no es suficiente, y que con sus propios ojos ve como promesas de campaña a favor de energías limpias desaparecen tras la alfombra, mientras las principales autoridades políticas se manifiestan a favor de proyectos con capitales de inversión cuyo margen de ganancia para el país (que pone los recursos, la mano de obra, y da su permiso) es escaso.
Porque, finalmente, lo que nadie pone en duda es que los costos de las malas decisiones ambientales las terminan pagando todos los chilenos.
El punto es que cuando uno hace un análisis de lo que ha ocurrido con los conflictos ambientales del último tiempo -Isla Riesco, Castilla, HidroAysén- los que realmente hablan no son “ambientalistas”. Nosotros, los bichos raros, seguimos dando entrevistas y seguimos intentando explicar irregularidades e inconsistencias. Pero los que hoy se movilizan no son ambientalistas, son “ciudadanos”.
Porque finalmente lo que está en juego aquí no es sólo la Patagonia; es un debate ausente sobre desarrollo, sobre equidad y sobre respeto de los derechos de las personas. Lo que se inunda no es sólo los ríos de la Patagonia, también la posibilidad democrática de decidir el Chile que queremos construir.
Hoy el tablero está demasiado inclinado para un lado, y el descontento aflora (o explota!). Mi esperanza está puesta en que por sobre la violencia de las manifestaciones que ocurren hoy pueda sincerarse “ese” descontento. O será que soy un ambientalista utópico, un “irresponsable” simplemente por creerlo.