Durante mucho tiempo, el debate sobre la lucha contra la delincuencia ha caminado por dos sendas. De un lado, se instalan los defensores del endurecimiento de las penas. Del otro, los partidarios de una política integral que aborde los diversos aspectos que se sitúan en el origen de las conductas delictivas.
Normalmente, se muestran ambas visiones como opuestas, en circunstancias que no tendría por qué haber una colisión entre una política comprensiva de todos los factores que inciden en el fenómeno delictual, con la persecución eficaz e implacable de los delincuentes, especialmente en los delitos de mayor connotación social.
La delincuencia debe ser enfrentada con políticas integrales, que incluyan las tareas de prevención psicosocial y policial, los programas dirigidos a niños y jóvenes vulnerables, la inclusión en materia educacional, la situación del empleo juvenil, la política de drogas, la rehabilitación social e incorporación laboral de los reclusos y también el trabajo en materia de salud mental y la forma en que construimos las ciudades y sus redes de relaciones. Sin duda, todos éstos son factores que inciden en la realidad delictual del país.
Este enfoque integral no se contradice con el endurecimiento de las penas y la restricción de la aplicación de medidas alternativas para su cumplimiento.
Algo similar ocurre con el tema del control de identidad, el que aparentemente se opondría a la protección de derechos individuales o a las garantías del nuevo proceso penal.
No comparto ese punto de vista. En primer lugar, porque el control de identidad forma parte de las funciones de resguardo del orden y la seguridad pública que corresponde a las policías, más que a los procedimientos de investigación criminal.
Además, porque estoy seguro de que las instituciones policiales cuentan con la capacidad profesional para hacer un uso racional y adecuado de esta facultad. Si se cometiesen abusos, hoy existe una ciudadanía más consciente de sus derechos y poseedora de mecanismos de control público que permitirán que esos casos puntuales sean efectivamente sancionados.
Nada de esto ocurría hace algunos años, cuando tal atribución era percibida con desconfianza por buena parte de la ciudadanía y se podía aplicar con criterios de discriminación arbitraria, fundada en motivos de raza, etnia, nacionalidad, ideología, opinión política u orientación sexual.
El país ha cambiado. En muchos aspectos para bien, pero también ha retrocedido en algunas materias.
La seguridad ciudadana se ha transformado en uno de los temas que mayor preocupación y ansiedad está generando en los chilenos, los que esperan una respuesta más completa y contundente de parte de los órganos del Estado, policías, fiscales, jueces, gobierno y municipalidades.
El proyecto que facilita la aplicación efectiva de las penas establecidas para los delitos de robo, hurto y receptación y mejora la persecución penal en dichos delitos, apunta en la dirección correcta. No puede ser de otro modo pues el Estado de Chile no se puede permitir un fracaso en esta materia y debe hacer uso de todas las herramientas que pone a su disposición el derecho para enfrentar la delincuencia.
Aplicar penas severas y ejemplares no impide que, en su momento, se aplique también la compasión, cuando se pueda constatar la rehabilitación y las posibilidades efectivas de reinserción de los condenados.
En este sentido, resulta conveniente considerar la revisión del Código Penal para ajustar la escala de penas que actualmente se aplica, y al mismo tiempo, establecer los tribunales de cumplimiento de condenas, que permitirán tener una instancia de evaluación objetiva de los méritos para aplicar medidas de cumplimiento alternativos.
Pero nada de esto tendrá sentido si no atacamos con la misma fuerza los delitos de cuello y corbata, sobre todo cuando son millones los afectados, no ya por el temor de ser objeto de un delito, sino como víctimas directas de las maniobras de estafa, colusión o negociaciones incompatibles, que dañan tan fuertemente a consumidores, cotizantes de AFP o pequeños empresarios y accionistas.
En definitiva, nada de esto tendrá sentido, si seguimos siendo una de las economías más desiguales del mundo y no perseveramos en el camino de reducir las enormes brechas de desigualdad que actualmente existen en nuestro país.