Hace apenas un año, la Corte Suprema se definía en las denominadas Jornadas de Reflexión de Chillán a favor de la separación de la potestad jurisdiccional, respecto de aquellas de administración, gerencia y control jerárquico que tradicionalmente ha detentado en nuestro diseño constitucional y legal.
Se trató de una definición crucial y necesaria, donde no cabe concebir que un juez –y especialmente uno de tribunales superiores- se distraiga de sus funciones jurisdiccionales para avocarse a competencias gerenciales o de control jerárquico funcionario de otros jueces subordinados, tal cual ocurre hoy en día.
En esa oportunidad, se planteó también que bastaría que la Corte se dividiera en dos, avocándose la mayoría de sus ministros al ejercicio de la jurisdicción (conocimiento de los casos civiles, penales, constitucionales, etc) para que un grupo pequeño, asumiera las labores administrativas de gobierno judicial (carrera, nombramientos, control disciplinario, administración de recursos materiales y personal, etc).
La Corte parecía encaminarse a una virtual auto reforma orgánica y funcional, valiéndose de los Autos Acordados, a los que ha echado mano ya para reformar el Código Orgánico de Tribunales en materias que le están expresamente vedadas por estar entregadas al dominio legal. Así, en el Acta 178 de 24 de octubre de 2014, encargaba al Comité de Modernización de la propia Corte elaborar “un estudio referente a los alcances de la facultad normativa de la Corte Suprema para regular su actividad a través de la dictación de Autos Acordados.”
Durante el último año, la Asociación de Magistrados bregó fuertemente para que la potestad normativa de la Corte Suprema volviera a sus cauces constitucionales a través de reiterados actos de impugnación ante la misma Corte, los que progresivamente fueron encontrando eco interno, llamando a la cautela y la inhibición del ejercicio de la potestad reglamentaria.
Para muestra de lo anterior, ya hacia abril de 2015, con ocasión de la dictación del Auto Acordado contenido en el Acta 44-2015, importantes voces internas -que no alcanzaron para impedir la regulación- disentían con una clara conciencia que se estaba invadiendo los dominios del legislador (votos de los ministros Sres. Juica, Dolmestch, Valdés, Künsemüller, Brito y Cerda).
Importa destacar en este escenario cambiante, la auto reforma orgánica y funcional de la Corte Suprema parece haber quedado descartada con el reciente anuncio relativo a la creación de una comisión de ministros para estudiar los cambios constitucionales relativos al Poder Judicial, ante “una eventual reformulación de nuestra Carta Fundamental” (Acta 181-2015), lo que supone un reconocimiento sobre el proceso de debate democrático insoslayable y la fuente del derecho en que debe anidarse un cambio de esta envergadura.
Es preciso recordar que la forma como está organizada la magistratura en el Código Orgánico de Tribunales atenta contra la independencia que exige la función judicial como principal garantía de los derechos de las personas, toda vez que la independencia intraorgánica (esa que señala que el juez debe estar ajeno a las presiones de sus superiores para que su función se ejerza con la absoluta imparcialidad respecto de los intereses que resuelve) está severamente comprometida por la propia ley.
Por esta razón, el diseño legal debe ser reformado y sus bases constitucionales reimplantadas. Deberán eliminarse las instituciones que materializan esa afectación, tales como la carrera (al menos en su formulación que permite el control jerárquico), el control disciplinario interno en sus múltiples manifestaciones y los nombramientos de funcionarios, jueces y cargos externos (Notarios, Conservadores, miembros de otros tribunales), avocando a los jueces en todos los grados de la jurisdicción, solo a tareas de juzgamiento.
La idea capital que ha de vertebrar el disdeño de la magistratura en el Estado democrático es entonces asegurar que la función jurisdiccional de cada juez se ejecute en una organización que garantice la independencia interna y externa del juzgador.
A partir de esa definición esencial, hemos propuesto la sustitución del modelo monárquico de organización de la magistratura, por otro que dispone la avocación exclusiva de los jueces –incluidos por cierto los del máximo tribunal- a la función jurisdiccional dejando entregadas las tareas no jurisdiccionales, a un órgano autónomo, de rango constitucional, de conformación plural, que con las debidas garantías legales habrá de tener competencia sobre las cuestiones propias del estatuto profesional del juez (“Bases para la Reforma Constitucional del Poder Judicial sobre los Acuerdos de la Asociación Nacional de Magistrados” en http://www.magistradosdechile.cl)
En fin, para la Corte Suprema el desafío que asume, dice relación con si podrá dejar de percibirse como una agencia corporativa seducida por tareas gerenciales; si puede sacudirse de la insostenible pretensión de control funcionario que pone a unos jueces en condición subordinada respecto de otros y, finalmente (reflexión que en rigor debiera ser el punto de partida) si llega a definir con claridad aquello que es esencial a la jurisdicción en el Estado democrático de derecho.
Sólo desde esa definición debiera responderse cuál es el mínimo indispensable de organización que el Estado debe proveer a la magistratura, al tiempo que cautela el ejercicio independiente de la función pública jurisdiccional, como garantía de las personas.