La reciente condena a un conductor en estado de ebriedad por la muerte de una niña ha generado un intenso debate sobre la justicia del castigo, expresada en la cuantía de la pena impuesta. La discusión adquiere mayor relevancia cuando la pena aplicada contrasta con la intensificación de las sanciones propuestas en el proyecto de ley que lleva por título informal, precisamente, el de “Ley Emilia”.
No pretendo comentar la sentencia del tribunal que resolvió sobre la culpabilidad del caso de Emilia. Esa decisión no hizo más que aplicar el derecho vigente y, por tanto, su cuestionamiento no es más que una crítica a nuestra regulación legal sobre la imprudencia como título de imputación de responsabilidad penal.
Por el contrario, es la regulación proyectada -como entienden hoy los medios de comunicación social, parlamentarios y también los padres de la víctima- el contexto en el que se está debatiendo el justo merecimiento de pena de quien mata a otro mediante un comportamiento no intencional, sino que con indiferencia del riesgo asociado a una conducción en estado de ebriedad.
Esa decisión, por cierto, no debe prescindir de exigencias propias del derecho penal, que legitiman la imposición de castigos en un estado de derecho. El Estado no mide su reacción castigadora sólo en función de los resultados causados, sino que también considera la distinta reprochabilidad del comportamiento del autor, distinguiendo entre supuestos dolosos e imprudentes.
Asimismo, un ideal regulativo es expresar la gravedad de las diversas infracciones a través de penas proporcionadas, de un modo coherente y armónico.
La propuesta original del proyecto de ley no respetaba esos principios regulativos. Equiparar la pena del homicidio intencional a un supuesto en que no existe intención de matar, sino el emprendimiento de una conducta riesgosa -como es el manejo en estado de ebriedad- incurre en desproporción manifiesta.
En ese sentido, es preferible la regulación aprobada por el Senado: conservar el umbral mínimo de tres años y un día para los casos menos reprochables y ampliar la pena al grado mínimo aplicable al homicidio simple en los casos en que el mayor reproche de la conducta del autor justifique esa equiparación.
Sin embargo, la propuesta es susceptible de mejora.La agravación según circunstancias determinadas legalmente requiere un especial análisis de las causales sugeridas.
La agravación debiera estar justificada en que la circunstancia sea expresiva de una conducta gravemente negligente y temeraria, expresiva de una indiferencia total respecto de los riesgos asociados a la conducta. En ese sentido, ni la profesión o la falta de titularidad o autenticidad del permiso de conducir parecen factores que incidan en la producción de la muerte de una manera intensamente reprochable, como para justificar una equiparación con la muerte provocada intencionalmente.
La verdad es que una exigencia de pena efectiva sobre los condenados por hechos como los descritos no requiere elevar las penas. Basta con establecer las excepciones pertinentes en la regulación de las penas sustitutivas en libertad.
En ese sentido, la inminente puesta en vigencia de la Ley N° 20.603 ya impide la aplicación de la remisión condicional de la pena en los casos en que la sanción impuesta excede 540 días.
Pero esa decisión debe ser deliberada y consciente, pues importa renunciar a todo ideal de tratamiento y reinserción social de individuos con problemas de consumo problemático de alcohol, y por tanto, contradice una finalidad irrenunciable para un Estado de Derecho en aras de una sanción más acorde con la comprensible aspiración de las víctimas y sus familiares, pero que en realidad no podrá nunca reparar el daño causado y difícilmente se verá como retribución suficiente.