Este año Víctor Jara hubiera cumplido 80 años de edad si no fuera porque hace casi cuarenta años atrás fue brutalmente asesinado en el mítico “Estadio Chile” (que hoy lleva su nombre) en los prolegómenos de la brutal represión que terminó imponiendo el putsh fascista del 11 de septiembre de 1973.
Un grupo de cancerberos golpistas se ensañaron con él desde los primeros minutos de su detención, tal y como quedó de manifiesto dramáticamente en el informe forense, que siguió a la exhumación de su cadáver realizada hace tan solo un par de años: lesiones y fracturas múltiples y 44 impactos de bala, uno de los cuales, un calibre 9 mm, disparado por la espalda le cruzó el cráneo causándole la muerte de manera casi instantánea.
Un impacto, que según el ex soldado José Paredes, habría sido disparado por el entonces teniente del regimiento de Tejas Verdes, Pedro Barrientos Núñez, que hoy reside, virtualmente prófugo de la justicia, en el estado de Florida en los EE.UU.
Víctor, apenas fue reconocido por uno de sus celadores (presuntamente “El Príncipe”) se convierte rápidamente en un valioso rehén, una especie de “botín” humano del sangriento golpe de estado. Así alcanzó a cantar el tormento de su calvario, pues pese a las dificilísimas circunstancias, se dio tiempo para testimoniarlo.
“Un muerto, un golpeado como jamás creí
se podría golpear a un ser humano.
Los otros cuatro quisieron quitarse todos los temores,
uno saltó al vacío,
otro golpeándose la cabeza contra el muro,
pero todos con la mirada fija de la muerte.”
Y era de esperar, pues por entonces, Víctor Jara, se había transformado en todo un símbolo de la “revolución chilena” que lideraba el presidente Allende y que desembocó en el gobierno de la Unidad Popular (UP), una de las experiencias políticas más sorprendentes del siglo XX.
Era un potente y multifacético artista (actor y director teatral, además de coreógrafo y cantautor) que gozaba de una enorme popularidad y del cariño incondicional de su público. Un enorme éxito que, catastróficamente, al mismo tiempo que cosechaba le granjeaba el odio parido de la poderosa burguesía chilena. Parafraseando a Federico García Lorca “la peor de las burguesías del continente”, la que además, contaba con el aval y el potente mecenazgo de la CIA y el Pentágono.
La misma que, indeseadamente, lo terminará elevando con su martirio, a la categoría de símbolo de toda la injusticia, el horror y la barbarie del genocidio chileno y en el ejecutado político más (tristemente) célebre de la historia, un verdadero mito universal, solo comparable con Lorca, el gran poeta granadino.
Un genuino símbolo de la injusticia porque, además de todo el horror que encarna, a pesar de que Víctor fue salvajemente castigado durante a lo menos tres días y en presencia de más de 5 mil testigos, su sacrificio permanecía en la más absoluta y vergonzante impunidad.
Han tenido que pasar casi cuatro décadas para que empiece, recién hoy, a despuntar algún atisbo de justicia, con la resolución judicial de someter a proceso a los ex militares Hugo Sánchez Marmonti y Pedro Barrientos Núñez, Roberto Souper Onfray, Raúl Jofré González, Edwin Dimter Bianchi, Nelson Hasse Mazzei y Luis Bethke Wulf y Jorge Smith Gumucio, en calidad de autores materiales y encubridores de este alevoso crimen.
No obstante, durante todo este tiempo, Víctor, cual fantasma de Elsinor, ya sea a través de su encomiable viuda, Joan (Turner) Jara y sus hijas, de cierto periodismo de investigación, de algunas organizaciones de izquierda y de derechos humanos, se encargó, incluso, mediante cierto inocuo y ejemplar exabrupto de “justicia popular”, de ponerle rostro a unos despiadados verdugos protegidos por el Ejército chileno, en un impecable ejercicio de lealtad mal entendida, que por lo demás constituye un reconocimiento implícito de una mal asimilada culpabilidad colectiva.
Unos rostros que no dejan de impactar, fundamentalmente, por todo el cinismo y la cobardía empeñada hasta la abyección cuando han sido emplazados públicamente.
Y, más aún, pues contrastan sobrecogedoramente con el enorme valor y la serenidad con que Víctor enfrentó su injusto final. Ello quedó grabado a fuego en nuestro imaginario en otro impactante fragmento de sus versos póstumos. Unos versos que coronaron su inmensa y universal obra, que agiganta su imagen día a día en el mundo entero, mientras más pasen los años.
“¡Canto que mal me sales
cuando tengo que cantar espanto!
Espanto como el que vivo
como el que muero, espanto.
De verme entre tanto y tantos
momentos del infinito
en que el silencio y el grito
son las metas de este canto.
Lo que veo nunca vi,
lo que he sentido y que siento
hará brotar el momento…”