Resulta difícil describir los sentimientos que a uno lo embargan al conocer la noticia que el juez Manuel Vásquez certificó el fallecimiento de Fernando Ortíz, atribuyendo su muerte a múltiples fracturas provocadas por las indecibles torturas que sufrió en manos de los ocupantes del centro secreto de extermino de la DINA ubicado en Simón Bolívar 8800, cuya existencia develó el Juez Víctor Montiglio.
Supongo que esa mezcla de sentimientos encontrados, ese dolor e impotencia, combinados con el alivio de una historia de búsqueda que llega a su fin, es ineludible.
Cómo no sentir dolor al ver la manera inhumana en que fue tratado ese gentil, caballeroso, valiente e inteligente profesor universitario que fue Fernando Ortíz. Pero al mismo tiempo, cómo no sentir alivio y esperanzas al ver la emoción que están viviendo sus hijas Estela y María Luisa que finalmente podrán sepultar sus restos, acompañadas de sus amigos y compañeros, para hacer vivir los muchos recuerdos de su padre en paz.
Conocí a Fernando Ortíz pocos años antes de su detención, cuando integraba la dirección clandestina del partido comunista. Frecuentaba el departamento en el que vivíamos mi madre y yo en el centro de Santiago, tras el exilio del resto de mi familia, en los años 1974 y 1975.
Llegaba ataviado con horrendos disfraces, sombreros, placas que le deformaban el rostro, gruesos lentes que a duras penas le permitían ver.
Se pasaba largas horas, a veces tardes enteras, haciendo tiempo para llegar a la hora en punto a un furtivo encuentro en alguna céntrica fuente de soda. No podía arriesgarse a estar en las calles y seguramente prefería romper su monotonía de encierro visitándonos en nuestro pequeño asilo que, por cierto, siempre estuvo abierto para él y unos cuantos otros.
Fernando había sido compañero de generación de mis padres. Estudiantes y luego profesores de la Universidad de Chile, impulsores de la FECH en sus años mozos y de la Reforma Universitaria en su madurez: clásicos especímenes de una clase media progresista del Chile de mediados del siglo veinte: cultos y sobrios. Sin ambiciones de riqueza personal y con sueños enormes y generosos para Chile. ¡Tan distintos de los héroes adinerados de hoy!
Conversábamos habitualmente de lo que estaba ocurriendo en el país. Era consciente como pocos en esos días, que los militares no estaban sólo para terminar con la UP sino que tenían una pretensión fundacional, que el régimen iba para largo y que entonces valía la pena intentar una nueva lectura de la realidad chilena, así como de los errores cometidos por la izquierda durante la época de Allende.
Era particularmente crítico de la ultraizquierda -“Caballo de Troya del imperialismo” la llamaba-, de su discurso apocalíptico y de sus insensatas aspiraciones violentistas.
Conocía, como pocos comunistas chilenos en ese entonces, a Gramsci y admiraba sus conceptos teóricos que alejaban a la política progresista de la conspiración jacobina y la volvían más próxima a la cultura. Estas conversaciones marcaron poderosamente mi propia formación política, alejándome de las tentaciones del aventurerismo para volverme hacia una práctica política racional.
Su arresto y asesinato, y la de los demás miembros de la dirección clandestina del PC encabezada por Víctor Díaz, terminó brutalmente con un equipo de dirigentes que ciertamente habría escrito una historia diferente de su partido y de la oposición a la naciente dictadura.
El recuerdo de Fernando Ortíz ha vuelto para siempre. En verdad, nunca ha dejado de estar presente para quienes lo conocimos, pero su recuerdo era angustioso, doloroso y oculto, como los últimos años de su vida. Su presencia se hizo patente en 2001 cuando la Mesa de Diálogo permitió identificar restos humanos en Cuesta Barriga, pero su identificación definitiva demoraría años.
Ahora regresa con plenos derechos. La atroz muerte que le dieron sus asesinos, así como los intentos por hacer desaparecer su cuerpo, no cumplieron su propósito.
Sus huesos, o lo que el tiempo y sus torturadores dejaron de ellos, serán depositados por sus hijas y su viuda María Eugenia Rojas como el tesoro que son, en un lugar discreto pero venerable, protegidos del olvido, al abrigo de un amor tranquilo.
En buenahora, Fernando ha vuelto.