El evento del pasado domingo 10 de junio en el Teatro Caupolicán, que concentró lo más recalcitrante del pinochetismo y algunos nostálgicos del franquismo, es ciertamente condenable y causó, como era de esperarse, un verdadero “revival” de los años ochenta en las calles de Santiago; pero tuvo el mérito de instalar con fuerza el debate sobre el negacionismo y la libertad de expresión en nuestra sociedad.
Como se sabe, el negacionismo consiste en la negación sistemática de hechos históricos relacionados con violaciones a los derechos humanos con el propósito de proteger a los autores, cómplices o herederos políticos de dichos hechos.
Los más conocidos son la negación del holocausto y del genocidio armenio, pero también se aplica a las violaciones de los derechos humanos en América Latina, en donde a través de intrincadas tesis políticas y falsificaciones históricas se busca contextualizar acciones criminales de manera que parezcan inevitables o al menos excusables.
Algunos países en la década del ’90, como Francia, Alemania, Bélgica, Austria, República Checa, Eslovaquia, Lituania, Polonia, Sudáfrica, Holanda, legislaron considerando el negacionismo como un delito y establecieron penas de cárcel para quienes lo practican.
En España, el Tribunal Constitucional en 2007 consideró que castigar la difusión de ideas o doctrinas que nieguen el genocidio vulnera el derecho a la libre expresión, pero mantiene las sanciones contra quienes justifiquen el genocidio. Estados Unidos, ha optado por privilegiar el derecho a la libertad de expresión considerando que no se puede establecer una censura previa ni sancionar opiniones como delitos.
Resulta sin duda indigesto escuchar los discursos que todavía buscan negar o justificar las violaciones a los derechos humanos en nuestro país.
La justa indignación de las víctimas, se extiende más allá de quienes enarbolan los símbolos pinochetistas para abarcar al conjunto de la sociedad (políticos, medios de comunicación, instituciones) que a su juicio permiten y hasta protegen esa falsificación y esa negación histórica.
Para las víctimas, la tolerancia al negacionismo es sinónimo de ausencia de memoria, de olvido de su sacrificio, de banalización de su dolor. Ello abre el camino a la violencia, como lo hemos visto.
¿Qué valor entonces es el que debe privilegiar la sociedad chilena? ¿La libertad de expresión o la memoria de las víctimas? ¿Es conveniente para el país y para las víctimas de violaciones a los derechos humanos que los negacionistas se victimicen a su vez por la supuesta amenaza o ausencia de libertad para expresarse?
Para responder, lo primero que se debe constatar es la irrelevancia política del pinochetismo en la actualidad. No asistieron al dicho homenaje parlamentarios ni alcaldes, ni siquiera los ex colaboradores del gobierno, con una sola excepción que confirmó la regla: nadie quiere ser asociado a la imagen del dictador y su herencia de corrupción y violencia.
Pareciera entonces que la respuesta a ese difícil dilema está, más que en la censura, en perseverar en la construcción de una memoria social, es decir, en que la sociedad en su conjunto asuma, a partir de la memoria de las víctimas, un relato que parta por aceptar la verdad de los hechos relatados en los Informes Rettig y Valech, que establezca su juicio condenatorio sobre las violaciones de los derechos humanos, que asuma la necesidad de hacer justicia condenando a los victimarios y reparando a las víctimas.
Más que negar el derecho a expresarse de los pocos pinochetistas que van quedando, pareciera que la mejor respuesta sería que los hombres y mujeres públicos, que los medios de comunicación, que el sistema educacional hagan suyos la verdad de las violaciones a los derechos humanos y los valores asociados al Nunca Más.