Un somero análisis de los hechos acaecidos el 27 de febrero de 2010 en las horas siguientes al maremoto que afectó la costa central de Chile, conforme han sido informados por diversas publicaciones de prensa, permite concluir que la decisión de formular cargos por homicidio culposo a ocho funcionarios públicos es bastante aventurada desde el punto de vista jurídico-penal.
Para comprobar la efectividad de este aserto, recordemos que lo que se imputa a las personas investigadas es no haber comunicado a la población la alerta de maremoto emitida por el SHOA a las 4:07 horas del día en cuestión (en el caso del subsecretario del Interior y los tres funcionarios ONEMI), y haberla dejado sin efecto a las 4:56, por parte del ex-director del SHOA (investigado también, junto con los otros dos oficiales que lo asesoraron).
La fiscalía presupone, al parecer, que habría bastado con difundir la alerta para evitar las muertes provocadas por el maremoto, olvidando que el mismo se inició a los pocos minutos de ocurrido el terremoto (que causó cortes de energía eléctrica e interrupción de las comunicaciones con las zonas más afectadas), antes de que se contara con información fidedigna sobre intensidad y epicentro del sismo.
Olvida también que, según expertos internacionales en Geofísica, es imposible prever la ocurrencia y localización exacta de un tsunami, aun contando con los mejores instrumentos, lo que ciertamente no era el caso la noche de marras, pues los equipos quedaron inutilizados por el terremoto y posterior maremoto, de modo que el SHOA actuaba prácticamente a ciegas, sin que la información in situ pudiera ser suplida por los boletines recibidos del Centro de alerta de tsunamis del Pacífico, que periódicamente envía alertas, ninguna de las cuales se había concretado hasta entonces.
Amén de lo anterior, ninguno de los funcionarios imputados tenía conocimientos especializados ni experiencia en maremotos, por lo que mal podía exigírseles habilidades de las que carecían.
Pues bien, para que pueda configurarse un homicidio culposo, es preciso que entre el resultado muerte y la acción u omisión del supuesto hechor exista una indubitada relación de causalidad, esto es, que la muerte sea consecuencia de la conducta de aquél.
Tal relación causal no existió en los casos de muertes ocasionadas por olas anteriores a la emisión de la alerta por parte del SHOA (como ocurrió en Constitución, Pichilemu, San Antonio, Talcahuano, Dichato, Lebu y Tirúa), por lo que a su respecto no cabe imputación alguna.
Tampoco pueden ser objeto de imputación alguna las muertes acaecidas en la Isla Orrego, en la desembocadura del río Maule, porque aun cuando se hayan verificado después de esa hora, las personas que allí se encontraban no podían escapar hacia los cerros por hallarse separadas del litoral por un brazo de río de 150 metros, y tampoco podían alcanzar la costa a nado ni disponían de botes. De manera que para ellas cualquier alerta habría sido completamente inútil para impedir el resultado.
Cabe destacar que la única función que puede cumplir la alerta es poner sobre aviso a la población respecto a un riesgo, o sea, una función meramente comunicativa, pero no salvadora en sí, ya que la decisión de ponerse a salvo depende en última instancia de los destinatarios de la comunicación.
A diferencia del caso de quien, para evitar que un ciego sea atropellado por un vehículo, lo empuja hacia la vereda, una advertencia dirigida a un número indeterminado de personas desde una gran distancia del lugar de la emergencia, sólo puede actuar a través de la mente, pero no del cuerpo.
Su efectividad depende, por tanto, de que la comunicación sea efectivamente percibida y comprendida por los destinatarios, y que éstos estimen pertinente actuar en consecuencia.
Al respecto debe recordarse que en el caso de la erupción volcánica de Chaitén, las autoridades debieron presentar recursos de protección para obligar a los habitantes a abandonar sus hogares, a pesar de que ellos estaban conscientes del peligro que corrían.
Finalmente, es preciso destacar que las razones que indujeron a los imputados a no emitir la alarma o cancelarla, nada tenían que ver con desprecio o indiferencia por la vida humana, sino que, por el contrario, lo que persiguieron fue proteger a la población de los riesgos inherentes a la difusión de una alarma que podía causar pánico en la población, ya fuertemente golpeada por el terremoto, estimando, en base a la información de que disponían en ese momento y a la experiencia de los últimos años, que la materialización de esos riesgos (como ya había ocurrido en Talcahuano el 2005, en que incluso murieron dos personas) era más probable que la ocurrencia del maremoto mismo.
Si hubieran podido contar con información más certera, la ponderación de riesgos habría sido distinta.
Por ello es dable sostener que quienes debieron tomar la decisión se encontraban en un verdadero conflicto de deberes, que es aquella situación en que una persona está obligada por deberes contrapuestos, de manera que cualquiera que sea la decisión que adopte, necesariamente acarreará la lesión de un bien jurídico.
Como en este caso ambos deberes estaban dirigidos a la preservación del mismo bien jurídico (vida humana), la conducta resulta exculpada y, por tanto, impune. Al mismo resultado se llega por la vía del correcto análisis del deber de cuidado en sus aspectos objetivo y subjetivo.
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