El 70° periodo de sesiones de la Asamblea General de Naciones Unidas encuentra al mundo atravesando una de las crisis globales más importantes que se puedan recordar. Lejos de lo que se pensaba hace un par de décadas, el término de la Guerra Fría, la caída de la experiencia soviética y el supuesto triunfo del mundo capitalista no trajeron al mundo paz ni tranquilidad, como se preveía, sino todo lo contrario.
Los partidarios del modelo supuestamente triunfante, aprovechando la desaparición de la única alternativa al capitalismo existente en ese minuto, cedieron rápidamente a las tentaciones de anular los pactos sociales de protección, que habían contraído para prevenir un giro hacia la izquierda de los pueblos del mundo y paralelamente extendieron su intervención directa sobre los territorios adversos, derrocando gobiernos considerados inamistosos o que no se les subordinaran de manera incondicional, o aplacando revueltas sociales, para mantener en sus puestos a sus gobiernos amigos amenazados por los afanes democratizadores que a menudo recorren el mundo.
Una vez logrados sus primeros objetivos, se abocaron a imponer las reformas estructurales a las economías intervenidas con el fin de apropiarse de la renta de los pueblos y maximizar sus utilidades a costa de la misma receta con la que se apropiaron del patrimonio de casi toda Latinoamérica en décadas pasadas.
Eliminaron las fronteras al mercado y lo extendieron a todas las áreas de la vida cotidiana, sin importar sus consecuencias y sin mediar ninguna consideración ética ni moral de aquellas que alguna vez preocuparon a Adam Smith, padre del capitalismo, cuando afirmaba que el mercado nunca debería operar en salud, educación y defensa por los riesgos que ello significaba para la sociedad.
Hoy nuestro mundo está gobernado por empresas transnacionales dedicadas a expropiar a los países en desarrollo y subdesarrollados saqueándoles sus riquezas naturales y destruyendo su patrimonio. Otras se dedican a inventar enfermedades para vender sus medicamentos y no pocas, a inventar enemigos feroces para desatar guerras que les permitan vender sus armas y probar sus nuevas tecnologías militares sobre las gentes más vulnerables del mundo entero.
Los resultados están a la vista: se han multiplicado varias veces los conflictos armados con los cuales los traficantes de la muerte se han llenado los bolsillos, ayudando, de paso, a salir a las potencias capitalistas desarrolladas, de sus continuas e innumerables crisis que han golpeado y seguirán golpeando al neoliberalismo a lo largo del mundo.
Como consecuencia de lo anterior millones de personas han sido desplazadas de sus hogares, destruidas por los adalides de la democracia y la libertad, mientras el mundo aún espera que aparezcan las armas de destrucción masiva que justificaron la intervención en Irak, o los procesos supuestamente democráticos que vendrían luego de los derrocamientos de los gobiernos autoritarios del mundo árabe.
Nada de eso ha pasado y nadie se ha hecho responsable de las consecuencias de las intervenciones de las potencias neoliberales en todo el mundo.
Cualquier proyección de las posibles consecuencias que los opositores a dichas intervenciones advertíamos, han sido superadas con creces y el negocio de inventar e inocular enemigos de la civilización para justificar el terrorismo fundamentalista de EEUU y algunos países europeos, sólo han provocado millonarias ganancias para sus transnacionales de muerte y destrucción y pérdidas irreparables de millones de vidas y de un patrimonio natural, urbano y arquitectónico del cual las futuras generaciones solo conocerán fotografías y relatos de los sobrevivientes.
Extrañamente los mismos que causaron los desplazamientos son ahora los que niegan el ingreso de los millones de refugiados a sus países y piden al mundo que coopere para superar la crisis que ellos mismos generaron. Los mismos que alimentaron con balas y bombas la destrucción de ciudades enteras, países enteros, son los que hoy niegan casa y comida a sus propias víctimas indirectas, habitualmente llamadas “daños colaterales” de la lucha por la libertad a la que occidente nos ha ido acostumbrando.
Llama la atención, sin embargo, que los más furibundos partidarios de la completa e irrestricta libertad al movimiento de capitales, sean tan enemigos de la libertad de movimiento de las personas que claman por el derecho a vivir en paz.
Llama la atención también, que discursivamente todos muestren preocupación por la crisis humanitaria que ellos mismos han desatado por su afán de erigirse como gendarmes del mundo, pero que en sus actos solo muestren preocupación efectiva por sus economías, por la gobernanza de sus propias urbes, por la sustentabilidad de su modelo y por las utilidades de sus grandes empresas.
Lo más indignante, es que los causantes de esta tragedia son los mismos que hoy tratan de intervenir los procesos de reconstrucción democrática latinoamericana, cuando ya muchos han olvidado o no se han enterado siquiera de las consecuencias de su última “intervención” en nuestro continente.
Aquella que trajo derrocamientos de gobiernos democráticos, exilio, pérdida de derechos sociales y reformas estructurales que jamás hubieran visto la luz en democracia, porque secuestraban el derecho a la autodeterminación de los pueblos y condenaban a los sectores más vulnerables al abuso y al sometimiento que genera el terror como el poder detrás del poder.
Que poco ha cambiado el mundo en 70 años para los que no se encuentran del lado victorioso de la globalización neoliberal.
Que poco ha cambiado el mundo.
Los desplazamientos forzados, el exilio, la tortura, la muerte y la destrucción de todo lo que se interpone en el camino de los poderosos vuelve a ser protagonista principal de una comunidad internacional gobernada por una minoría enferma de hipocresía, doble estándar y avaricia sin fin.
Que poco ha cambiado ese mundo que por televisión nos muestra que en estos 70 años ha producido más conocimiento, más tecnología y más riqueza que en los últimos dos milenios, pero que solo pueden disfrutar de ella el 10% más rico de sus habitantes.
La Organización de Naciones unidas sigue mostrando a diario su total incapacidad para lograr los objetivos para los que fue creada. Cada día que pasa se revela como un simple instrumento de dominación de clase, a escala global.
El derecho a veto y la arbitrariedad en la aplicación del derecho internacional y la falta de igualdad entre los estados del mundo la han convertido en un anfiteatro que poco tiene que envidiarle a los anfiteatros romanos, en los que los Reyes hacían sucumbir a sus adversarios, engrillados, desnutridos, maltratados, ante las fauces de sus bestias o antes sus poderosos gladiadores bien entrenados y alimentados.
Han pasado 70 años y pueblos enteros continúan esperando justicia y la única certeza que podemos tener es que si seguimos haciendo lo mismo… seguiremos teniendo los mismos resultados.
Seguiremos incubando la rabia y la indignación hasta que ella ponga en riesgo la reproducción misma de la vida de la especie y de su cuerpo inorgánico que es la naturaleza, mientras muchos líderes mundiales, olvidando que se es lo que se hace y no lo que se dice, seguirán declamando en sus discursos vacíos de contenido, que ha llegado la hora de decir basta.