En medio del proceso de cambios que se desarrolla en el Magreb y Medio Oriente, no fueron pocas las ocasiones en las cuales se planteó que “el modelo turco” debiese ser una fuente de inspiración para los gobiernos magrebíes y árabes.
Aún más, todo esto se veía reforzado por diversos sondeos, los cuales mostraban a Recep Tayyip Erdogan –actual primer ministro de Turquía- como un líder positivo e influyente para las “juventudes árabes y magrebíes”.
Es que Turquía ha creado una imagen de un estado sólido, democrático, pluralista y solidario, algo que cuenta con el aval de diversas potencias y con el apoyo de varios países occidentales.
Sin embargo, en un abrir y cerrar de ojos, todo eso (y mucho más) se vino abajo. Turquía dejó de ser un lugar tranquilo, Erdogan empezó a ser identificado como un gobernante autoritario y el fantástico desarrollo turco quedó cubierto por un manto de dudas.
Los “indignados” de Estambul, pero también de muchas otras ciudades de Turquía, han provocado un gran ruido y eso, sin duda alguna, ha molestado a las autoridades turcas, las cuales son lideradas por el mencionado Recep Tayyip Erdogan.
El problema es que su respuesta estuvo lejos de ser la esperada, aunque lo positivo, desde una perspectiva fría y analítica, es que el líder del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP, islamista “moderado”) se mostró con su verdadera piel, es decir, la del lobo y no la de la oveja.
Esa misma que lo lleva a querer presentarse a las inéditas elecciones presidenciales de 2014, para así extender su mandato por un nuevo período más y darle forma al “Sultanato de Erdogan”, tal cual han reclamado algunas voces discordantes de la sociedad turca.
O aquella que ha impuesto, poco a poco y en forma silenciosa, una mayor islamización del país, olvidando que la Turquía moderna se basa en un estado laico, en el cual la mayoría musulmana no domina, ni esclaviza.
Y cómo olvidar su deuda en algo tan importante como el genocidio armenio –el cual no ha sido reconocido como tal por las autoridades turcas- o sobre el término de la ocupación de una parte del territorio chipriota.
Sumado a lo anterior, no se debe soslayar la pobreza del sureste turco, una región en la cual las condiciones de vida son sumamente precarias y están lejos del glamour de Estambul.
Y a eso se podrían agregar el conflicto kurdo, la censura de los medios, la corrupción del sistema judicial –aunque en este punto ha habido importantes avances- y las terribles desigualdades de un sistema que ha sido capaz de aguantar crisis económicas, pero que luego no ha podido redistribuir de buena forma los recursos.
Todo esto ha sido escondido, bajo ese manto de perfección y con el apelativo de “país emergente” o “alumno modelo”. Por eso, lo que está sucediendo hoy es muy positivo, pues sale a la luz toda la pestilente basura que estaba bajo tierra.
Y no es que Turquía sea sólo eso –de hecho, tiene muchas bondades y se podrían destacar grandes progresos-, pero cuando sólo se muestra una cara de la moneda, la naturaleza se encarga de que el mundo pueda ver el “lado B” o, si se prefiere, la parte oscura de un país.