La sentencia contenida en el Evangelio de Juan, 8:32, pareciera flotar sobre la cabeza de los Cardenales que se reunirán en Cónclave para elegir al nuevo Papa, luego de la renuncia de Benedicto XVI.
Probablemente también estuvo presente en la conciencia del Pontífice que se va.
¿Qué verdad conoció Benedicto, de la que se quiso liberar? Seguramente nunca lo sabremos con exactitud, como tantas cosas en la historia de la Iglesia Católica.
En los tiempos actuales, afortunadamente secularizado, es muy difícil seguir escondiendo aquello que afecta la convivencia colectiva y, desde esa perspectiva, el abuso de poder, en sus diversas manifestaciones, es cada vez más inaceptable.
Fiel a su tradición, la Iglesia Católica pareciera indiferente al avance en dignidad que recorre el mundo, que ya no está en condiciones de aceptar que, en aras de siempre un mal entendido “bien superior”, siempre críptico y acomodado, se escondieran las peores aberraciones, como ha develado la historia.
Acuden hoy a Roma muchos hombres de buena fe, que debajo de las polleras con que visten, abrigan un alma integra y generosa. Ello es así y debe ser reconocido.
Como también que entre ellos, desgraciadamente muchos, desfilarán purpurados que son derechamente, autores o cómplices de los peores atentados en contra del Jesús en el que predican creer. Y entre ellos, el Cardenal Errázuriz, acusado por las víctimas de encubrir a Karadima sancionado por el propio Vaticano por abusos sexuales.
¿Qué esperar entonces del Cónclave y el nuevo Papa?
Desafortunadamente, poco se puede esperar. La Iglesia Católica, como toda institución humana que acumula mucho poder durante mucho tiempo, termina sirviendo mucho más a su propia mantención que al cumplimiento de los objetivos que la vieron nacer.
Hoy los debates entre los señores cardenales estarán mucho más orientados a la manera de prevalecer que a la reflexión honesta acerca de como comunicar mejor la palabra de Jesús y, con ello, devolver la fe a tantos millones que la pierden cada día.
Para quienes aún tenemos fe y no queremos perderla, el tema es aún más complicado. Rota la relación entre fe e iglesia, como refugio para conservar la primera, no encontramos con facilidad alguna referencia que reemplace una institución que alguna vez creímos que estaba guiada por el “espíritu santo” y, sin embargo, sus acciones nos han demostrado que ello es imposible.
América Latina concentra la mayor parte de los católicos del mundo y, si se suma África, la proporción es altísima. Eso es una oportunidad que, como siempre, solo tiene sentido si se aprovecha la oportunidad.
¿Estará dispuesta la Iglesia Católica a ver el rostro de la verdad, reconocerla, asumirla y, tal vez, intentar liberarse de una historia que la condena?
Difícil, muy difícil.