Para quienes observan desde lejos la actual situación que vive España parece hacerse bueno el dicho de “a perro flaco todo son pulgas”; sin embargo, lo que está realmente sucediendo es algo más que una mera acumulación de problemas y más bien parece el comienzo del fin de una era que se inició con la transición a la democracia y la promulgación de la Constitución de 1978. Lo importante será saber cómo se superará esta etapa y a qué precio.
Muchos parten su análisis de lo que sucede actualmente en España desde el prisma de la crisis económica y financiera que tanto se ha cebado con este país, sin embargo parecería más acertado retrotraernos al propio comienzo de esta era “democrática” para comprender mejor el origen de tantos males sin que ello signifique olvidar que estamos viviendo una brutal crisis que ha generado un auténtico ejército de desempleados, pérdidas incalculables y un ambiente de depresión colectiva del cual difícilmente se saldrá en corto.
La crisis económica y financiera ha llevado al cierre de miles de empresas, a la generación de casi 6 millones de desempleados, al cercenamiento de una serie de garantías sociales preexistentes, a la pérdida de competitividad y, también, ha servido de excusa para la implantación de una serie de políticas económicas de carácter neo-liberales que, de consolidarse, terminarán cambiando el modelo social y económico español, siendo indiscutible que muchos de los problemas sociales y políticos actuales ya existían pero se veían menos, producto de la opulencia en que se vivía.
Con todo, el auténtico problema de España no pasa tanto por la crisis económica – siempre superable – sino por una de carácter institucional cuyos orígenes habría que buscar en el tan cacareado como fracasado modelo de transición a la democracia.
Siempre ha existido una exaltación desmedida e infundada sobre la “modélica transición española” pero, analizada en perspectiva, solo se trató de un acuerdo entre las clases dirigentes para cambiar todo sin cambiar nada, sin exigencia alguna de responsabilidades por lo sucedido durante la dictadura y, sobre todo, sin tocar un modelo de reparto de poderes que sólo generaría los fenómenos que actualmente estamos viendo como destacados.
Durante la transición se pactó todo, especialmente el reparto de poderes y el prorrateo del mismo en órganos tales como el Parlamento, el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, el Tribunal de Cuentas y todos aquellos lugares donde pudiese existir algún tipo de poder real; las consecuencias están hoy a la vista: se ha generado una clase política netamente extractiva distanciada o totalmente alejada de la sociedad a la que dicen representar y que, en base a ese reparto de poderes resulta casi incontrolable.
Junto con este reparto se gestó una monarquía de nuevo cuño, sustentada en el carisma del Rey, pero alejada de cualquier esquema moderno de Estado; de ahí, una Casa Real también incontrolable y poco transparente que ha generado no pocos focos de atención y que, ahora, se ve sumida en una de sus mayores crisis producto de la actuación del propio monarca, inadmisible en un Estado democrático y de derecho, así como la de su yerno, implicado en graves casos de corrupción.
Dentro de todo este panorama aparece un caso de corrupción que afecta directamente a la cúpula del partido gobernante; una serie de anotaciones contables que reflejarían otros tantos pagos en metálico por diversos e inconfesables conceptos a algunos de los más destacados dirigentes del Partido Popular, con Mariano Rajoy a la cabeza tanto de Gobierno como de las anotaciones contables.
Este escándalo ha dado la vuelta al mundo y generado la sensación, a nivel internacional, de tratarse de una novedad pero, en el plano nacional, estamos acostumbrados a casos de corrupción y, por ello, no nos sorprende tanto como a la prensa extranjera.
Seguramente, y sin restar un ápice de relevancia a este nuevo caso de descomposición, lo más relevante es el momento en que se produce, justo cuando el propio Partido Popular no estaba dando clases de economía, clases de ética, clases de saber adaptarse a los tiempos que corren y, sobre todo, cuando a la ciudadanía se le estaba y está pidiendo esfuerzos dignos de un periodo especial.
Las razones detrás de la corrupción en España son diversas pero, sin duda alguna, la principal radica en la escasez de auténticos mecanismos de control de carácter independiente, situación que se arrastra desde la “modélica transición” en la cual todo quedó atado y bien atado.
Es imposible controlar a una clase política determinada si los mecanismos de control están, justamente, en sus manos o cuentan con una cuestionada independencia; basta ver el caso del Tribunal de Cuentas (una suerte de Contraloría) o los más altos Tribunales del país donde lo que prima es el cuoteo en los nombramientos de sus titulares.
Siempre nos quedaría la Fiscalía, dirán algunos, pero se trata de un órgano jerárquico donde el Fiscal General del Estado es, también, nombrado por el Gobierno.
Por otra parte, existiría un problema cultural muy asentado en un amplio sector de la política española – transformada en una clase meramente extractiva – y que bien se reflejó en palabras de una ex ministra socialista cuando dijo “el dinero público no es de nadie”, error que lleva a pensar que, por no ser de nadie, está a libre disposición para su apropiación.
Junto con todo esto también debe destacarse el crecimiento y consolidación de una clase empresarial, ahora muy ligada a Chile, producto de multitud de inversiones, que ha crecido en la cultura de que para hacer negocios hay que pagar a los políticos; no podemos olvidar que los dineros detectados en la contabilidad atribuida al Partido Popular vendría de diversos empresarios y empresas y que habrían sido entregados por razones pendientes de aclarar.
Dentro de este gris panorama lo que se está generando en la sociedad española es un elevado resentimiento hacia la “casta” política y un nivel de indignación que puede conducir a situaciones que los políticos tradicionales no están siendo capaces de leer; basta remitirnos a algunos análisis recientemente publicados en los que la mejor de las ideas que se propone es un gran pacto de Estado entre los principales partidos políticos españoles (PP y PSOE).
Pretender que la solución al hundimiento económico, político, social y moral de España está en las manos de quienes nos han llevado hasta este punto es tanto como creer que el gato será buen guardián de la carnicería; aquí, lo que realmente hace falta es otra cosa y, para ello, uno de los mayores lastres se encuentra, justamente, en esa “modélica transición”.
Dicen, no sin cierto cinismo, que “toda crisis es una oportunidad” y, aplicándose a la actual que afecta a España, la gran oportunidad consiste no tanto en proceder a un traspaso de riquezas de unas manos a otras – acción propia de las crisis económicas – sino en proceder a salir de un modelo de Estado para crear uno distinto.
Seguramente este es el mejor momento para plantearse la necesidad de un proceso constituyente en el cual se creen las bases para una sociedad moderna, democrática, más justa y, sobre todo, en la cual existan poderes y contra-poderes capaces de impedir que se llegue a situaciones como la que actualmente estamos viviendo; en pocas palabras, va siendo hora de democratizar España pero en el sentido más amplio del término y teniendo presente que un Estado no se define como democrático por celebrar elecciones cada cuatro años sino por garantizar un conjunto de derechos y libertades comunes y por la inexistencia de ámbitos de impunidad para nadie.
El auténtico desafío que enfrenta la sociedad española radica no en salir de la crisis económica, que se saldrá, sino en superar un esquema y estructura de Estado que surgió de un pacto de pocos y pensado para pocos para transformarse en una sociedad plural, responsable, igualitaria, coherente y justa en la que los ciudadanos tengamos un papel importante en la toma de decisiones para no ser gobernados por una casta sino por un conjunto de nuestros representantes.