Tras un juicio que no reunió las características del “debido proceso”, el Congreso de Paraguay destituyó a Fernando Lugo y así, nuevamente, Asunción se convirtió en la capital de un “terremoto democrático”.
El hecho en sí no es una novedad en la política paraguaya y, menos aún, en la historia sudamericana. Claro, pues no es primera vez que ocurre y tampoco es algo muy sorprendente ver que la supuesta institucionalidad democrática no es más que un proceso que está en pañales.
Sin embargo, es preocupante, además de grave, que un presidente, elegido democráticamente por el electorado paraguayo, termine su mandato de esta forma.
El juicio se llevó a cabo en menos de un día y Lugo ni siquiera tuvo la oportunidad de una apelación. Por si fuera poco, el hecho que, supuestamente, gatilló este proceso –la muerte de 17 personas en un desalojo de tierras- estuvo lejos de ser investigado a fondo y, por lo mismo, resulta impresentable que la implacable guillotina de la dudosa justicia sudamericana (en este caso, paraguaya) ya haya cortado cabezas.
Horacio Lugo no fue un buen gobernante y como presidente estuvo lejos de cumplir con lo se espera de un jefe de estado y gobierno. Corrupción generalizada, pobreza (cerca del 45% de la población paraguaya es pobre), nula capacidad de resolver los asuntos indígenas, mala gestión en el tema de la reforma agraria, dudosa actitud ante los paramilitares y, finalmente, un absoluto desapego por su supuesto espíritu socialista.
Estas son algunas de sus cartas de presentación bajo su gobierno, a lo cual se deben sumar dos polémicos casos de paternidad (hijos concebidos en su etapa de celibato religioso).
Sin embargo, nada de esto es argumento suficiente para haber realizado un vergonzoso juicio de destitución. Menos aún, si se toma en cuenta la nula probidad –tal cual sugiere la población paraguaya- de diputados y senadores de la República del Paraguay. Los mismos que son apuntados, por el paraguayo común y corriente, por sus escasos valores, son ahora los que lucharon por tener un presidente “ético” y respetuoso de la institucionalidad del país.
También es cierto, hay que decirlo, que el juicio no fue ilegal. Todo lo contrario, fue un acto constitucional y, por lo mismo, queda absolutamente fuera de lugar cualquier tipo de discusión sobre la legitimidad y legalidad del mismo.
Hechas estas aclaraciones o, más bien, precisiones, es imposible no referirse al problema de fondo, es decir, la curiosa defensa, por parte de los estados sudamericanos, del término “democracia”.
La reacción, a nivel de gobiernos, fue casi la misma. Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, Perú, Uruguay y Venezuela condenaron el golpe. Cada cual lo hizo a través de diversos mecanismos y, también, con sus propios matices.
Así es que Argentina, por ejemplo, decidió quitar a su embajador en Paraguay, mientras que Ecuador aseguró que no reconocerá a cualquier otro presidente paraguayo que no sea Horacio Lugo. Bolivia y Venezuela también se sumaron a estas posiciones, algo que repitió Uruguay.
En la vereda de los más moderados o diplomáticos, Chile lamentó la situación, pero no entró en profundidades, en tanto que Brasil no tuvo una postura oficial y su opinión quedó de manifiesto a través de las declaraciones que realizó su Presidenta Dilma Rousseff, quien sugirió una eventual suspensión o expulsión de Paraguay de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) y del Mercado Común del Sur (Mercosur).
En este contexto es donde se han podido ver las grandes contradicciones de los gobiernos sudamericanos.
Es así que el mandatario boliviano, Evo Morales, dijo que su país “sólo reconoce a los presidentes elegidos democráticamente por el pueblo”, lo cual choca con su tradicional postura de reconocer a Fidel Castro como legítimo gobernante de Cuba.
Qué decir de Rafael Correa y Hugo Chávez, mandatarios de Ecuador y Venezuela, respectivamente, verdaderos depredadores de la libertad de prensa y de expresión.O de Cristina Fernández, Presidenta argentina, que nacionalizó YPF sin llevar a cabo los procedimientos legales que existen para llevar a cabo una nacionalización.
Y Chile, uno de los pocos países con gobierno de derecha, tampoco se escapa al mundo de las contradicciones. El ministro del Interior, José Hinzpeter, dijo que “mi gobierno y yo, personalmente, lamentamos lo ocurrido en Paraguay”, pero él no tuvo problemas, ni tampoco sintió tristeza al promover leyes que coartaban la libertad de prensa.
Los casos de contradicciones suman y siguen. La lista es, lamentablemente, eterna y, por eso, no queda más que resignarse.
La institucionalidad democrática sudamericana aún está en pañales.