“¿Será que los seres humanos están involucionando y no evolucionando?”, se preguntó hace algunos días, con tremenda certeza a mi juicio, una buena amiga colombiana. Le comentaba las declaraciones de las autoridades locales respecto a la migración africana que, desde hace varios años, ha arribado a Israel y lo consternada que me sentía por la virulencia y la mordacidad que transmitían.
Algunos episodios de violencia–extrema, cierto, en algunos casos- acaecidos en las últimas semanas en Tel Aviv (no los únicos, pero sí muy destacados por la prensa local), cuyos autores aparentemente han sido migrantes africanos, generaron ipso facto la airada reacción del ministro del Interior, del ultra ortodoxo partido Shas.
Ya hace un par de años, el personero había declarado sin tapujos que el principal peligro que corría Israel ante la ola migratoria era sanitario, por las enfermedades que dichas personas podían importar al país.
Ahora, el titular de Interior fue más allá y aseveró que “todos los migrantes, sin excepción, son criminales y debieran ser encarcelados y expulsados del país”; luego, cuando el mismísimo Comisionado Nacional de la Policía israelí (el equivalente al Director Nacional de Carabineros de Chile) hizo ver que facilitar permisos de trabajo a los migrantes africanos reduciría drásticamente la criminalidad, el Ministro añadió lo que, en definitiva, es la sentencia subyacente a la causa ideológica que predica.
“Todas estas estupideces”, dijo refiriéndose a lo expresado por el Comisionado, “implicarán mejores condiciones de vida para esos migrantes; por ende, se quedarán y se reproducirán y atraerán a otros cientos de miles”. “De suceder aquello“, señaló, “podemos dar por enterrado el sueño sionista”. Es decir, como añadió el Primer Ministro Benjamín Netanyahu, “el carácter judío (y democrático) del Estado de Israel”. Es lamentable constatar que esas expresiones cuentan con fuerte respaldo entre la población judía de Israel.
A mediados de la década pasada, a través de Egipto, comenzó a fluir hacia territorio israelí una corriente migratoria ininterrumpida y creciente de africanos, en su mayoría provenientes de Eritrea, Sudan y Etiopía.
Se trata de miles de hombres, mujeres y niños que logran escapar ya sea de la violencia y las guerras o de la miseria y el desamparo, y que –tras sortear tremendas dificultades- logran atravesar la península egipcia de Sinaí y penetrar a Israel.
Hacia fines de 2010, el Primer Ministro israelí optó por enfrentar el problema de los “infiltrados ilegales”, como los llamó, a través de tres flancos simultáneos que actualmente están en plena ejecución: la construcción de un muro de cinco metros de altura y 240 kilómetros de largo entre Israel y Egipto; la construcción de un centro de detención en el desierto del Neguev, con capacidad para 10 mil personas y la aplicación de elevadas multas a todo aquel que emplee inmigrantes ilegales.
Pero las medidas no han contenido el flujo y hoy se calculan en más de 60 mil los africanos que intentan sobrevivir en Israel. La mayor parte, hacinados en los barrios más pobres de Tel Aviv, caldo de cultivo de la delincuencia que ha empezado a florecer en su seno.
Siempre he pensado que los judíos tenemos una responsabilidad ética mayor que el resto de los pueblos cuando se trata de Derechos Humanos. No porque seamos especiales. Nadie lo es. El pueblo judío tiene una responsabilidad ética mayor con los Derechos Humanos sólo por su propia historia.
Una historia de más de 3.000 años de discriminación, de persecuciones y de intentos de aniquilamiento que se han sucedido ininterrumpidamente por el único hecho de ser quienes somos. Una historia que aún no termina; que sigue ahí, a veces más latente; a veces manifiesta.
Tan sólo por eso creo que los judíos debiéramos constituir los adalides en materia de Derechos Humanos. Tan sólo por eso, Israel debiera liderar en materia de respeto, de tolerancia, de aceptación del otro y de convivencia enriquecedora entre pueblos de diferentes orígenes y culturas.
Debiéramos. Pero las cosas no son como debieran ser. O como quisiéramos que fuera.
No lo son, como bien se sabe, respecto de la población árabe-palestina residente en Israel (más de 20 por ciento de la población) reconocida como ciudadanos cuando se trata de obligaciones, pero no tanto cuando se trata de sus derechos. Son ciudadanos, sí,pero de segunda clase en muchos aspectos de la vida nacional.
Mal podemos esperar, entonces, que la presencia de los migrantes africanos sea bien recibida y, mucho menos, acogida.
Sería injusto no reconocer aquí la existencia de muchos miles de judíos, en Israel y en la diáspora, que no sólo ven y reconocen estas realidades–como lo hago yo- sino que la denuncian y suman esfuerzos para solucionarla. Y es que no se trata aquí de poner en duda la legitimidad de las políticas migratorias que cada país aplica soberanamente en su territorio. Israel está en todo su derecho a hacerlo.
De lo que se trata aquí es de enfrentar el fenómeno con humanismo, precisamente porque esta porción de seres humanos que formamos parte del pueblo judío sabemos bien lo que significa la intolerancia y la discriminación.
O será que, como se preguntó mi querida amiga, en lugar de haber evolucionado; en lugar de habernos humanizado aún más como resultado de nuestra trágica historia estamos “involucionando”?