“Mientras ellos sigan ganando, ni los muertos se salvarán”. Walter Benjamin
Por todo lo alto el oficialismo español despidió al último franquista. Con un homenaje en su Galicia natal, al son del metálico y nostálgico sonido de las gaitas galegas y en medio del atmosférico humo del vota fumeiro de la majestuosa Catedral de Santiago de Compostela… fue despedido Manuel Fraga Iribarne, ex ministro del dictador Franco y símbolo de la pléyade de cancerberos del régimen, cuya calidad lo prefiguró como uno de los padres de la Constitución Española del ’77 y hombre clave de la Transición.
Fue un político (casi) vitalicio, parlamentario, presidente de la Xunta de Galicia y fundador de Alianza Popular (AP), más tarde Partido Popular (PP), el hoy “exitoso” partido de gobierno; también fue amigo de ex nazis huidos de Alemania (Otto Skorzeny, miembro de las temidas Wafen-SS y residente en Pollença, Mallorca), como admirador de innombrables dictadores sudamericanos, incluido el déspota chileno.
De sus siniestros contactos se destaca el que mantuvo con la “Triple A” y su relación con Eduardo Almirón, a quien llegó a fichar como jefe de seguridad de Alianza Popular (AP).
Nunca pidió perdón, tampoco nunca llegó a condenar, como nadie ha hecho en su partido, los deleznables crímenes del franquismo, por el contrario murió sosteniendo la bandera de la alabanza a la ignominia y a la traición. Histórica es su referencia a cómo empezó todo el horroroso holocausto español (Preston, 2010):
“Es evidente que el glorioso alzamiento popular del 18 de julio de 1936 fue uno de los más simpáticos movimientos político-sociales de que el mundo tiene memoria. Los observadores imparciales y el historiador objetivo han de reconocer que la mayor y la mejor parte del país fue la que se alzó, el 18 de julio, contra un Gobierno ilegal y corrompido, que preparaba la más siniestra de las revoluciones rojas desde el poder”, señaló en una ocasión para colmo de la infamia.
Al margen de nuestra frágil memoria, de su campechana figura y retórica, a ratos de fuerte tufillo fascistoide, dejó impronta también con sus manos ensangrentadas.
De ello hablan casos como el de Julián Grimau, el dirigente comunista brutalmente torturado y lanzado por las ventanas de la Dirección de Seguridad Nacional, antes de ser fusilado (1963), y que nuestra gran Violeta Parra se encargaría de inmortalizar en una de sus canciones (Qué dirá el Santo Padre).
En la ocasión, Fraga espetó cínicamente que “Grimau recibió un trato exquisito y que en un momento de su interrogatorio se encaramó a una silla, abrió la ventana y se arrojó por ella de forma “inexplicable” y por voluntad propia.”
Otro tanto ocurrió con la muerte de uno de cuatro estudiantes detenidos en Madrid acusados de repartir propaganda contra el régimen, Enrique Ruano (1969), que emulando el caso anterior salió despedido por una de las ventanas de la siniestra Brigada Político Social.
Fraga atribuyó el hecho a problemas psicológicos del detenido, llegando a exhibir un supuesto diario de vida de la víctima en donde había, según él, evidencias concretas de que el detenido era un psicótico obsesionado con el suicidio.
O, los sucesos de Vitoria en 1976 (“la matanza de Gasteiz”), cuando en marzo de ese año los dos meses de una masiva huelga obrera fueron rotos a sangre y fuego, con un dramático saldo de tres muertos, decenas de heridos de bala (más de 100 con heridas de diversa consideración), de los cuales dos de ellos acabarían falleciendo a causa de las lesiones a lo largo del mes siguiente.
“¡Buen servicio!”, dejó grabado un mando policial. “Dile a Salinas que hemos contribuido a la paliza más grande de la historia. Aquí ha habido una masacre… pero, de verdad, una masacre”.
Fraga, entonces ministro de Gobernación que monitoreó telefónicamente todo desde fuera del país, exculpó a la policía, responsabilizando a los otros. “La responsabilidad de los que siguen echando a la gente a la calle, con mensajes de un tipo o de otro, les corresponde íntegra en cuanto a resultados trágicos como los que hemos vivido en Vitoria”.
Todos estos hechos y sus víctimas (del terrorismo de estado) nunca han sido investigados ni menos sancionados. Recién el año 2008 el Parlamento vasco en pleno le llamó por unanimidad a rendir cuentas sobre dicha masacre. Cuentas que rindió por escrito con más hipocresía, negación y olvido.
Masacre que fue recogida, como para derrotar el olvido y la indiferencia, en el documental Llach, La revolta permanente (2006), en donde el cantautor catalán Lluís Llach rinde homenaje a las víctimas treinta años después, con Campanades a morts, compuesta la misma noche de los hechos, una de las canciones más emblemáticas de la llamada Transición española.
Por si fuera poco, es preciso recordar que Fraga, además, formaba parte del Consejo de Ministros que firmó penas de muerte, que “aprobaba” cárceles y campos de concentración, despidos, exilios…, inicio de expedientes a periodistas y cierres de medios.
Es en virtud de lo cual, que la magistrada argentina María Servini, reactivando las investigaciones sobre los crímenes del franquismo solicitó al gobierno español (2010) los nombres de los ministros y jefes de las fuerzas represivas entre los años 1936 y 1977.
Ante el silencio administrativo del Estado español, la Comisión de Recuperación da Memoria Histórica da Coruña, apelando a los principios de justicia universal, entregó los datos referidos al susodicho.
De hecho es suya una de las firmas estampadas en el decreto que sentenció a la pena de muerte a Salvador Puig Antich, el “Miguel Enríquez catalán” y líder del MIL (Movimiento Ibérico de Liberación), ajusticiado en la cárcel modelo de Barcelona con un cruento método feudal (el “garrote vil”), pese a los ruegos que arribaron desde El Vaticano mismo (2 de marzo de 1974).
En definitiva, los homenajes que viene recibiendo, desde el día de su muerte, y que culminaron el sábado 21, plagados de hipocresía y desmemoria parecen perpetuar la impunidad en este país. Justo en momentos en que el único juez que ha intentado investigar los crímenes del franquismo, será por ello desvergonzadamente sentado en el banquillo de los acusados.
Es que por respeto a la dignidad de las víctimas y a la de todo el pueblo español, incluso a él mismo, “tendrían que haber contado toda su vida, y no solo su siglo de las luces”, como señaló el destacado periodista Juan Cruz.