Joseph Ratzinger aterrizó ayer en Madrid y fue aclamado por los centenares de miles de “peregrinos” que, junto con el calor de temporada, asfixian estos días la capital española, paralizada por la “Jornada Mundial de la Juventud”.
El 265º titular del trono de Pedro fue recibido por los reyes de España y el presidente del Gobierno en el aeropuerto. También por los principales líderes del derechista Partido Popular, quienes se arrodillaron para besar su anillo pontificio.
Benedicto XVI trajo consigo el programa de la jerarquía vaticana: la condena del aborto, los preservativos y el divorcio, la anulación de los derechos de los colectivos homosexuales, la exigencia de una muerte “natural” (es decir, sin cuidados paliativos que atenúen el dolor), la sumisión de la mujer y su retorno al “hogar”, el fin de las investigaciones con células madre, el combate contra el laicismo y la sumisión del Estado democrático a las posiciones de la jerarquía… Un camino que conduce a Arabia Saudí, Irán o Afganistán.
En un viaje faraónico, financiado por el gran capital español y por los poderes públicos de un país con casi cinco millones de desempleados e inmerso en una gravísima crisis económica, acaparado por sectores ultras como el Opus Dei, los Legionarios de Cristo o los “kikos”, Ratzinger ha llegado a uno de los lugares cuya evolución más preocupa al Vaticano.
El país que construyó su identidad histórica reaccionaria a partir del falso mito de la Reconquista y los Reyes Católicos, que impulsó (a sangre y fuego) la evangelización (y el saqueo) del “Nuevo Mundo”, que lideró la Contrarreforma y cuya Iglesia consagró como “cruzada” la sublevación fascista de 1936 se aleja hoy, de manera irreversible, de sus dogmas.
Hoy se celebran anualmente más matrimonios civiles que católicos, un 10% de los jóvenes se definen como católicos practicantes, la edad media de los párrocos sobrepasa los 60 años, los seminarios y conventos están vacíos y necesitan “importar” vocaciones de los países del Tercer Mundo (de ahí la Feria Vocacional con casi 80 casetas instalada estos días en el parque del Retiro, junto a 200 confesionarios portátiles)…
Ante los jefes de la jerarquía católica autóctona (encabezados por el cardenal de Madrid, el inefable Antonio María Rouco Varela), que en los últimos años han llegado incluso a encabezar manifestaciones para rechazar la ampliación de los derechos civiles, Ratzinger convocó a una nueva “evangelización”. Sin duda, sabe de lo que habla.
En 1981, cuando era cardenal de Munich (Alemania), Juan Pablo II le llamó a Roma y le designó prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la antigua Inquisición.
En un tiempo en el que la Teología de la Liberación recuperaba el mensaje original de Jesús y lo extendía entre los pueblos oprimidos de América Latina, desde Nicaragua y El Salvador a Chile, Brasil o Argentina, Ratzinger se convirtió en el puño de acero que utilizó Juan Pablo II para perseguir a sus principales representantes, como Leonardo Boff, a quien en 1985 procesó y condenó a un año de silencio y le destituyó de todas sus funciones en el campo religioso.
El Vaticano, convertido en Estado por la gracia de Mussolini, nunca ha tenido dudas sobre dónde está su lugar.
Son muchas las voces que desde la Iglesia de base (sacerdotes, teólogos, laicos…) se han alzado contra el formato y los contenidos de la visita papal a Madrid, como se puede ver en www.asinovengas.es, incluso que rechazan los abusivos privilegios de la Iglesia católica en un estado que se define constitucionalmente como “aconfesional”.
Estos sectores cristianos, cuyo trabajo se enfoca hacia la justicia social, la igualdad y la libertad y no hacia la obsesión con el sexo, apuestan por una iglesia plural y participativa en un estado que para ser auténticamente democrático debiera ser laico.
Como ha escrito Juan Arias en El País: “El gran pecado del Vaticano, de esa Iglesia oficial que no acaba de liberarse del poder temporal que no le corresponde, es su miedo a que los hombres sean felices, porque es la felicidad, y no la angustia ni el sufrimiento, lo que terminará por hacer libres a las mujeres y a los hombres. De ese pecado debería no solo confesarse, sino pedir perdón a toda la humanidad”.
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