Cada día, con más frecuencia, se aprecia entre los ciudadanos un desconcierto y descontento por el funcionamiento de la democracia y sus instituciones. Lo mismo sucede, y es lo que más me preocupa, en América Latina.
Esta parte del continente, tras décadas de oprobiosas dictaduras logró, en la década de los 80 y 90 del siglo pasado, recuperar este sistema político que sigue siendo el mejor, o el menos malo, como lo define un destacado amigo.
Me refiero a la democracia representativa que es mayoría en las Américas con la ya conocida excepción de Cuba, país que tuve la ocasión de visitar recientemente.
Hablamos de esa democracia, como señala Norberto Bobbio, el destacado politólogo italiano, cuya inspiración son los valores de la libertad y la igualdad. La democracia con poderes independientes y que surge de la voluntad popular.
Pareciera ser que hoy esta democracia, no representa a los representados y existe un divorcio entre la clase política y la ciudadanía que en las calles y a través de la comunicación digital, protesta contra los partidos, el poder financiero, los medios de comunicación, a quienes se les considera un poderoso dique frente a los cambios que la gente demanda.
Esa gente que está cansada de escuchar , ya hace muchas décadas, que estamos a punto de alcanzar el desarrollo y el bienestar de nuestros pueblos y que sin embargo, después de 30 años, seguimos ahí: a punto de alcanzarlo y que el bienestar prometido sólo lo conoce el 10% de nuestros países.
Una mayoría importante continúa en la marginación y la pobreza.
Sólo por citar un caso: la semana pasada un organismo oficial de México señaló que en este país la pobreza supera el 46%, nada menos que 52 millones de personas pobres: una realidad que a nadie puede dejar indiferente. Se trata de un país democrático, rico en recursos naturales y que tiene cinco mil kilómetros de frontera con la economía número uno del mundo.
Hablar de la desigualdad es hablar de América Latina: somos los campeones mundiales.
La falta de calidad de la educación y la carencia de expectativas en el campo laboral para los más jóvenes, son fenómenos que tienen movilizados a miles de personas en diversas latitudes y que piden a sus democracias e instituciones que atiendan los ritmos y latidos de la sociedad.
Un malestar que no reconoce fronteras ideológicas, generacionales, ni de clase social.
No se trata sólo de una indignación por el tema económico; también abarca lo político, social y cultural, que afecta al desarrollo individual y colectivo, que clama por una igualdad de oportunidades, de cómo nos paramos y construimos un futuro inclusivo.
Son los mismos ciudadanos que han elegido a sus gobernantes, a sus parlamentarios, para que los interpreten y sean los líderes que transformen la realidad y no los que mantengan el estatus que se pide cambiar.
Es cierto que hay problemas globales, que escapan al control del estado-nación, pero hay otros donde son instituciones de las democracias locales las que tienen que ofrecer soluciones, ser crisol de voluntades, escuchar, descifrar las claves del descontento y actuar.
Vemos atónito como los estados y sus instituciones permanecen impávidos sin atinar qué hacer y cómo transformarse en líderes del cambio que se les pide.
Por el contrario, parecieran inclinarse por poderes fácticos más atractivos y sugerentes como los que se sitúan en las áreas financieras y empresariales que condicionan las políticas de los gobiernos sin importarles lo que deseen o voten los ciudadanos, con el consiguiente daño a la democracia.
Están dejando pasar la oportunidad histórica de aliarse con la sociedad, con aquellos que los eligieron y que juntos, desde la política, la democracia y el interés público, pueden monitorear la globalización financiera.
Ser capaces de perfeccionar y modernizar la democracia con instrumentos que estén a la altura de los nuevos tiempos acogiendo de manera especial a los jóvenes que manejan otros códigos.
No prestar atención a esta señal de los tiempos, es signo de miopía.
De seguir por este camino no estará lejano el tiempo en que nuestras sociedades, desencantadas, desanimadas e impotentes abrazarán otros caminos y entre ellos, como ya se aprecia en algunas naciones del continente, buscar el populismo que, con su demagogia e irresponsabilidad, puede transformarse en un sistema anhelado por quienes ven que la democracia y sus instituciones no son capaces de construir un mundo con mayor justicia social e igualdad de oportunidades.
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